Estaba el otro día viendo la típica película dónde dos de los personajes tenían tanto miedo de exponer su amor (a pesar de ser evidente para todo el mundo), que preferían sentir el dolor del deseo no consumado, al que una realidad de desamor podría producirles. Nos enseñan de manera tan meticulosamente a no exponer nuestro yo, a estar continuamente protegiéndonos, que al final, todas esas corazas con las que nos vestimos para hacer frente el temido temporal, son las que terminan por hacer mella en nosotros. Tenemos tanto miedo a que nos hagan daño, que preferimos perder hasta la autoestima para impedirlo. ¿Qué, si no, acaba comportando silenciar, esconder, los propios sentimientos? Porque escondernos sólo lleva a autoconvecernos de no ser válidos. “¿Cómo me va a amar si no valgo ni una cuarta parte de lo que su amor merecería?”, nos repetimos una y otra vez muchos de nosotros. Ahondando en una herida que, de vieja, ya hace tiempo dejó de supurar. Y, de este modo, lenta pero concienzudamente, vamos erosionando la poca confianza en nosotros mismos que nos queda, haciendo finalmente realidad la profecía, a pesar de que, de no ser por nuestro empeño en hacer que ocurra, jamás habría tenido lugar.