Si hiciésemos una encuesta preguntando en qué tiempo situaríamos la emoción de la ira, estoy convencido que la mayoría de la gente la acabaría poniendo en el presente: como forma de responder a un mal actual. En cambio, si nos paramos a pensarlo detenidamente, veremos que la ira es más una emoción que se enmarca en el futuro. Me explicaré… Si bien es cierto que la emoción de la ira es una respuesta a un perjuicio o ataque cuyo objetivo es recuperar lo que nos ha arrebatado o defenderlo para no perderlo en el momento actual, la mirada que implica la ira siempre está fija en el paso siguiente, en ese que daremos para lograr recuperar lo perdido. Porque la ira viene a ser como ese plan, más o menos elaborado, al que de repente se le insufla un buen golpe de energía para llevarlo a cabo. Es, en cierto modo, la manera emocional que tenemos de buscar estrategias que nos devuelvan a la situación anterior a la pérdida sufrida. Y es aquí cuando la ira, en vez de producirnos dolor (como generalmente lo acaba haciendo en forma de culpa), nos acaba produciendo placer, debido principalmente a que lo que, en realidad, lo que hace es buscar un bien futuro (la ira nos convence de que seremos capaces de lograr el objetivo… el problema sobreviene si acaba no sucediendo así…). Sería algo similar a lo que sucede con la emoción de la compasión: imaginamos que con nuestra ayuda lograremos paliar su sufrimiento (si no completamente, al menos hacerlo más soportable), lo cual nos genera cierto placer o bienestar.