Archivo de la etiqueta: empatía

Creando personajes…

Somos y nos convertimos en aquello que conformamos nosotros mismos mediante la creación de nuestro propio personaje. Desde el primer momento en que nuestra conciencia de yo surge, en el preciso instante en que nos damos cuenta de nuestra singularidad, comienza la construcción de nuestro personaje, la cual se llevará a cabo sin descanso en tanto nuestra conciencia continúe funcionando correctamente. Para hacerlo, nuestro cerebro suele nutrirse tanto de la información interna como de la que nuestro entorno más próximo le proporciona. Sabemos que nuestro personaje empieza a tomar las riendas de nuestro destino, cuando esa voz en “off” que todos conocemos tan bien…, la misma que está continuamente relatándonos lo que hacemos, empieza a decirnos continuamente lo que debemos o no hacer.

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La vida es sensible

Vivir significa sentir. En esto no hay discusión. Ni científicos, ni no científicos. Sin embargo, parece que dentro del concepto de sentir sí que hay discusión cuando lo aplicamos fuera del ámbito del ser humano. Todos sienten, pero ninguno como nosotros. Los demás organismos son inferiores. Nosotros somos superiores. Y si no… entonces hacemos lo posible para que lo sean, incluso negándoles su capacidad de sentir…

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Asco, desdén, morbo

El asco es una emoción primaria, de las importantes, la cual, quizás debido a su carácter altamente sensorial (está relacionada de una manera u otra con cada uno de los cinco sentidos), ha acabado convertida en una emoción social. A pesar de no tener mucho que ver con el orgullo, la culpa o la vergüenza, el asco ha asumido funciones de regulador social, determinando en muchas más ocasiones de las que nos gustaría aceptar la manera que tenemos de relacionarnos con los demás.

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Cerebro y silencio

El silencio es como un unicornio. Todo el mundo habla de él pero nadie ha podido verlo. En este caso oírlo. El silencio como tal, es decir, la ausencia de ruido, no existe. Incluso en el espacio o en una cámara anecoica, escucharemos el sonido que nuestro cuerpo hace. Cualquiera que haya tenido la posibilidad de experimentar lo que sucede en una, lo ha vivido. Además, nuestro cerebro no está preparado para la ausencia de ruido. Necesita del sonido para poder funcionar correctamente y, en caso contrario, empieza a quejarse provocándonos cierto malestar y desorientación, que acaba, en caso de continuar, por crear incluso desorientación en forma de alucinaciones más o menos intensas. Lo primero que hace nuestro cerebro cuando se ve privado de sonido es crear el suyo propio. Al principio mediante acúfenos. Después en forma incluso de dolor. Y es que el sonido es para el cerebro como la luz. Le disgusta de igual manera quedarse eternamente a oscuras, como en silencio. Está diseñado para analizar estímulos. Si no los tiene, de una manera u otra se los inventa.

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Elogio de la lentitud

Vivimos en la “edad de la velocidad”. Si en la primera mitad larga del siglo XX, antes de la irrupción de Internet, las cosas habían empezado ya a acelerarse, con la irrupción de las nuevas tecnologías todo ha acabado saliéndose de madre. Sin darnos cuenta construimos nuestro día a día a golpe de clic, una cosa detrás de otra, incluso varias a la vez, sin descanso, sin pausa, sin detenerse ni un instante a meditar sobre la locura en que estamos convirtiendo nuestra existencia.

Estamos construyendo una sociedad en la que hemos equiparado velocidad con eficiencia, al tiempo que vamos dotando de connotaciones negativas a todo aquello que tiene que ver con la lentitud o con hacer las cosas a conciencia (es decir, en su tiempo justo y necesario). Interpretamos lento como torpe, indolente o falto de interés. Preferimos las cosas rápidas (la comida, la educación, el trabajo, las relaciones sociales, el tráfico, etc.) aunque ello comporte después tanto una insatisfacción como una pérdida de tiempo mayor que si las hubiésemos hecho más tranquila y cuidadosamente. Sin darnos cuenta, hemos olvidado aquello de «vísteme despacio que tengo prisa” y hemos transformado nuestro día a día en una gigantesca agenda donde la posibilidad de un espacio vacío, un “tiempo muerto”, resulta no solamente imposible sino además doloroso.

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Triple Focus

Según Goleman cinco son las capacidades esenciales que debemos aprender para gestionar mejor nuestras emociones. La primera es ser capaces de dirigir nuestra atención hacia nuestro mundo interior. Contemplar atentamente nuestros pensamientos y sentimientos con el objetivo de tomar conciencia de nosotros mismos. Sin atención no existe aprendizaje, y sin aprendizaje las emociones suceden, pasan de largo y no somos capaces de entender ni lo que nos sucede, ni tampoco la razón por la que llevamos a cabo determinados comportamientos. Es decir, imposibilitamos cualquier oportunidad de autogestión, que es la segunda capacidad que necesitamos aprender. Autogestionarse significa ser capaces de entender por qué nos sentimos o actuamos de una determinada manera, porque si no somos capaces de entendernos a nosotros mismos, de saber nuestros “porqués”, entonces resulta harto difícil poder empatizar, entender a los demás y desarrollar esas habilidades sociales que nos permitirán relacionarnos desde el bienestar y no des del sufrimiento. Necesitamos a los demás para ser nosotros mismos, por lo que la calidad de nuestras relaciones determinará la riqueza o la pobreza de nuestro propio yo. Somos lo que compartimos. Sin intercambio resulta imposible crecer, mejorar y, en consecuencia, poder tomar buenas decisiones o, como mínimo, aquellas que hagan posible que nuestra existencia sea mejor.

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Consejos vendo…

Resulta sencillo aconsejar a los demás. Desde fuera todo parece muchísimo más fácil que si tenemos que vivirlo en nuestras propias carnes. Cuando alguien te explica lo que siente, por mucha empatía que queramos poner, no es lo mismo que cuando nos sucede a nosotros. Las soluciones, los pensamientos suelen ser más “lúcidos” cuando las emociones no están presentes. Entonces la puerta de salida se presenta diáfana y cuesta entender el motivo por el que la otra persona (o nosotros mismos, si estamos analizando la situación a toro pasado) no es capaz de salir y abandonar el sufrimiento que tanto la atormenta y perturba.

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¿Empatía = Debilidad?

Todos aquellos que cuando empezó la pandemia creímos que, con suerte, igual ésta al menos serviría para mejorar la sociedad en que vivimos, claramente nos equivocamos. Fue pronto cuando pudimos ver con cierta sorpresa como aquellos aplausos dedicados al personal sanitario de las ocho de la tarde, pasaron a ser en pocos meses insultos y agresiones hacia el mismo colectivo al que antes se aplaudía con fervor. Desde entonces, en mi opinión (siempre subjetiva) lo que ha ido sucediendo es que todos nos hemos vuelto todavía más egoístas y egocéntricos de lo que ya lo éramos con anterioridad. Seguramente la coyuntura social, local, nacional y mundial ayuda, pero creo que no lo justifica. Y esto que digo lo siento tanto en mi vida personal como, especialmente, en la laboral. En casi todos los ámbitos por los que me muevo, la cordialidad, las buenas maneras, lo de comportarse con cierta ética y el respeto a los demás se han extinguido al igual que antes lo hicieron primero los valores y mucho antes los dinosaurios. Y, como toda extinción, ha habido y habrá consecuencias…

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Cronometrados

Cada vez tengo más claro que todo este embrollo en el que nos encontramos empezó el día en que alguien acuñó la fatídica frase de “el tiempo es oro”. Fue a partir de ese momento en que la vida empezó a acelerarse, al principio lentamente, pero según iban proliferando los relojes (hoy día en forma de móvil) que los amaneceres, las flores y los atardeceres perdieron parte de su maravilloso color, los alimentos su sabor y la empatía empezó a diluirse entre la gente. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XIX cuando la cosa empezó a tomar el cariz oscuro que hoy día nos “ilumina”. El motivo: la invención del tren y la necesidad de hacer concordar los distintos horarios de paso con independencia del país. Hasta ese momento, ya no cada nación, sino cada localidad, por pequeña que ésta fuese, se regía a partir del horario que marcaba la torre del reloj local, la cual era establecida en función del sol de mediodía, pero, como dicho mediodía era distinto para cada lugar, resultaba arduo y difícil poder saber la hora en la que estabas si te desplazabas a otro lugar. Por poner un ejemplo, hasta 1990 (momento en que se estableció el huso horario y a partir del cual se inició la tiranía de la hora común que hoy tanto nos esclaviza y asfixia), cuando en Barcelona eran las 12 del mediodía, en Madrid todavía eran las 11:30, y lo mismo ocurría en el resto de localidades que separaba a ambas.

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Sobre la compasión

La compasión es la respuesta emocional a la percepción de sufrimiento de otra persona. Ésta es una emoción que produce malestar en forma de angustia al ponernos, en cierto modo, en el lugar de la persona que sufre, lo que nos lleva indefectiblemente a desear ayudarla. El problema está en que, debido a su cercanía (la primera necesita de la segunda), solemos confundir compasión con empatía. Sentir compasión produce sufrimiento, pero éste no se corresponde con el que la persona afectada sufre. El malestar que produce la compasión es distinto y, aunque implique la necesidad de prestar ayuda, el sentimiento será distinto (ira, tristeza, culpa, etc.), y su respuesta, por tanto, también diferente, ya que vendrá condicionada por la emoción que le afecte (la cual, evidentemente, no será la compasión).

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