La queja aparece, generalmente, cuando ocurre algo que no se ajusta a lo que según nuestras expectativas debería o tendría que ser, produciendo entonces un malestar que, en función de su intensidad, puede provocar emociones que irán desde una leve tristeza o enfado, a la hostilidad o incluso la depresión.
En realidad, la función principal de la queja es la de iniciar un proceso de lucha. Es el impulso, esa energía extra, que necesitamos para levantarnos e intentar cambiar una determinada situación. El problema suele estar que, en la mayoría de las ocasiones, no acaba siendo ésta su función, sino que terminamos instalados en una queja eterna (de la que en ocasiones resulta casi imposible salir) y como dice el dicho: el árbol acaba impidiéndonos ver el bosque. Porque la queja tiene eso de terrible. Está “diseñada” para imponerse a todo sentimiento, a flotar y acaparar nuestra atención desplazando cualquier otro elemento (incluso, por importante que en ocasiones pueda llegar a ser). Y ya se sabe, una vez instalados en la queja, como esta se autoalimenta y nos retroalimenta, lo único que acabamos haciendo es quejarnos. Nada más.
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