Todos aquellos que por circunstancias de la vida no somos capaces de contemplar la mayor parte del tiempo nuestra realidad “medio llena” y que tendemos más a hacerlo “medio vacía”, solemos creer, nos autoconvencemos de que el optimismo no puede ser saludable. Una emoción, un estado de ánimo, que nos vuelve vulnerables no puede ser bueno. Algo similar ocurre con todos aquellos que han sufrido un fuerte desamor: contemplan al amor como una brecha en su coraza, un modo de indefensión que no compensa y, en consecuencia, huyen de un nuevo amor como el agua lo hace del aceite. Nos decimos a nosotros mismos que es el precio que toca pagar si queremos protegernos de futuros desengaños. Preferimos anestesiarnos a una mínima posibilidad de sufrimiento. El problema es que olvidamos que un optimismo correcto no tiene porqué implicar invulnerabilidad, ni nos convierte en seres impulsivos que se lanzan hacia un objetivo sin pensar en las posibles consecuencias. Olvidamos que ser optimista es la mejor manera de generar en nosotros entusiasmo, fe, perseverancia. Creer que lograremos un reto nos completa, nos fortalece ante futuras frustraciones al hacernos ver que valemos, que poseemos herramientas para afrontar las dificultades. Esta es quizás la principal fortaleza del optimismo: nos permite emprender, intentar, aprender. Y todo ello sin tener que dejar de lado el “control”, sino todo lo contrario: nos lo provee al empoderarnos.