Escribe Nicholas Mirzoeff que “la visión del mundo no depende tanto de cómo vemos, cuanto de qué hacemos con lo que vemos” y yo no puedo estar más de acuerdo con él. Creo que es la afirmación que he leído en los últimos años (y he leído bastante) con la que más me he identificado. Cierto que los neurocientíficos hace ya tiempo que nos dicen aquello de que no vemos con los ojos sino que lo hacemos con el cerebro, pero al final, tanto da con lo que vemos, lo importante es lo que finalmente hacemos con nuestra realidad. Poco importa cómo ésta sea, lo fundamental es cómo la “moldeamos”, cómo nos movemos, la manera cómo somos capaces de aceptarla, transformarla o evitarla escondiéndonos de ella. Es lo que hacemos con lo que percibimos lo que nos transforma, tanto a nosotros, como a la misma realidad. Cómo explicar si no que alguien con limitaciones físicas sea y se sienta mucho más feliz que otro que goza de plena libertad de movimiento. Cómo entender que aquel que todo lo tiene (y no me refiero únicamente a lo meramente material) se sienta inmensamente infeliz, un desgraciado y, en cambio, aquel otro que apenas si tiene nada, sea capaz de hacer de la necesidad virtud y una razón para la esperanza y la alegría. Resulta imposible.