Solemos confundir compasión con empatía. Teóricamente en ambas nos ponemos en el lugar del otro. Sin embargo, si nos escudriñamos con un poco de atención, veremos que esto no es verdaderamente así. Cierto que la persona que siente compasión por otra imagina lo que ésta siente, pero a diferencia de lo que sucede con la empatía, no sufre lo que ella sufre. La compasión entiende el sufrimiento ajeno, pero no lo convierte en propio, sino que mantiene la distancia. La persona compasiva es una mera espectadora del sufrimiento de la otra persona, como si asistiese a una película, sabiendo que en el momento en que se enciendan las luces del cine, recogerá sus abrigos, saldrá por la puerta y su atención divagará, deteniéndose o no, en cualquiera otro aspecto con el que se encuentre.
La persona que se compadece, muy a su pesar posiblemente, actúa de manera condescendiente ante aquel otro hacia el que siente piedad. La compasión es una emoción en cierto modo social. Nos posiciona, nos sitúa por encima o por debajo en función del grado de sufrimiento que estemos padeciendo. Si mi situación es mejor que la del otro, no puedo evitar suspirar aliviado, como si se tratase de una versión diluida de la emoción de schadenfreude. No es que nos alegremos realmente de la dificultad ajena, pero sí que es cierto que sentimos algo de satisfacción al ser conscientes de que nuestra situación es mucho mejor. Como cuando sé que mi economía es mejor que la de mi compañero de oficina. No se trata de necesitar que al otro le vaya peor que a nosotros. Sencillamente, al establecer una comparación de la que salimos “vencedores”, no podemos evitar sentirnos bien.
Sigue leyendo →