En anteriores entradas ya hablamos sobre la capacidad de contagio que poseen las emociones. Basta con ver alguien que está triste para, en función del grado de empatía de cada uno, nos sintamos también tristes, enfadados o, incluso, en algunos casos, el desdén se apodere de nosotros. En este sentido la norma es clara: cuanto mayor intensidad emocional emite la otra persona (o grupo), más fácil resulta que acabemos sintiéndonos como ella. Y todo ello, claro está, sin que intervenga ningún proceso cognitivo de carácter superior. Aquí poco importa el intelecto, aquí lo primordial es lo corpóreo, los sentimientos que nos embargan.
Posiblemente, esto es así porque allá por los albores de la existencia, el primer organismo unicelular logró adaptarse y sobrevivir a su entorno gracias a cómo su “cuerpo” respondía a los requisitos externos. Con la necesidad añadida, que, para poder lograrlo, no podían existir “filtros cognitivos” que entorpeciesen una rápida respuesta. Esta es la base, seguramente, el factor de éxito, podríamos decir, que ha permitido que las emociones sean a día tan importantes para cualquier organismo vivo (especialmente para nosotros, los seres humanos). Porque, como bien dice Damasio, “la respuesta emotiva consiste en alterar el curso de la vida dentro del interior antiguo de los organismos. Estos dispositivos son los impulsos o instintos, las motivaciones y las emociones”. Y es aquí precisamente donde la homeostasis brilla con luz propia marcando la diferencia entre la existencia o no de un sentimiento o de una emoción. Las emociones determinan comportamientos. Los comportamientos acertados aseguran nuestra adaptación y, en consecuencia, nuestra supervivencia. Las emociones que inducen comportamientos erróneos o desadaptativos producen la desaparición del “organismo”, eliminando así cualquier posibilidad de volver a repetir que se vuelva a dar dicha emoción.
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