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9º Aniversario

Se dice rápido (aunque se vive aún más velozmente), pero han pasado 9 años desde la primera entrada de este blog. Muchas cosas han pasado y nos han pasado desde aquella fecha. Algunas buenas. La mayoría. Otras, no tanto, incluida una pandemia…, y aunque, seguramente, ninguno de nosotros somos los mismos (aunque no debido a la veracidad de ese bulo tan extendido, ese que predica aquello de que nos regeneramos celularmente cada 7 años, aun a sabiendas de que, en realidad, lo estemos haciendo continuamente y que, por tanto, los cambios que nos sobrevienen no los vivimos como tales sino como un tránsito del que no somos plenamente conscientes hasta que un día, de repente, sentimos que tanto nosotros como lo que nos rodea ha cambiado), lo que sí que continua siendo igual es la filosofía con la que empecé a escribir este blog, la cual no es otra que la de aprender y aprender, y seguir aprendiendo.

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Miedo a perder

Los seres humanos estamos especialmente “programados” para que no aceptar la pérdida. El problema reside en que hemos convertido algo que en su principio era vital para nuestra supervivencia en una disfuncionalidad. Quizás el motivo resida en que nos molesta perder incluso cuando lo hacemos antes de haber tenido aquello que perdemos. No importa si la pérdida es real o imaginada. De hecho, la mera posibilidad (fantasía) de conseguir alguna cosa nos lleva al sentimiento de pérdida cuando finalmente no se consuma. Poco importan las probabilidades reales que teníamos de lograrlo (aunque a mayor convencimiento, también mayor es el malestar que sentimos), la pérdida de un presunto beneficio siempre acaba transformada en pérdida. De hecho, existen emociones que se han conformado a partir del miedo a perder como por ejemplo la vergüenza (miedo a perder frente a los demás esa imagen que pensamos que tienen de nosotros, aunque, en realidad, no sea así), la culpa (miedo de las consecuencias que comporta haber cometido un determinado error), los celos (miedo a perder, o quizás sería más correcto decir a que alguien nos arrebate, el amor de alguien a quien nosotros amamos).

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Nostalgia cáustica

Generalmente, cuando hablamos o pensamos sobre la nostalgia solemos hacerlo como un tipo concreto de tristeza donde también está presente cierta dosis de bienestar (que puede ir desde lo simplemente agradable hasta el placer mismo). Es la incorporación del gradiente bienestar/placer lo que determina que no exista un tipo de nostalgia único y diferenciado, es decir, que existan diferentes “nostalgias”, todas ellas preparadas para “actuar” en función del recuerdo al que van asociadas. Por ejemplo, tenemos la nostalgia “dichosa”, esa en la que aquello que recordamos nos produce mucho bienestar, incluso podríamos decir que cierta alegría o placer. También está la nostalgia añorante, más cercana a la tristeza, donde a pesar de que todavía los recuerdos que la provocan nos producen cierta agradabilidad, el hecho de que seamos plenamente conscientes de la imposibilidad de poder volver a recuperar aquello perdido en el pasado, de volver a hacerlo presente, hace que ésta acabe teniendo un sabor ciertamente agridulce. Y así podríamos seguir…, sin embargo, mi intención es aprovechar esta entrada para hablar de un tipo de nostalgia ciertamente particular y peculiar que he decidido denominar nostalgia cáustica o corrosiva.

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La importancia del relato

Tener conciencia, posiblemente, implica la obligación de estar continuamente explicándonos la realidad. Los seres humanos necesitamos construir nuestra realidad a partir de relatos. Somos protagonistas y guionistas de nuestra propia aventura vital. Como Juan Palomo, nosotros mismos nos lo guisamos y también nosotros nos lo comemos. La diferencia está en que no siempre somos capaces de sacarle partido a esta doble figura. Contrariamente a lo que podría parecer, no siempre logramos construirnos el mejor de los personajes ni somos capaces de situarnos en escenarios ventajosos, y es aquí reside nuestra pena, referida ésta a la tristeza de no saber aprovechar lo que a priori debería representar una ventaja clara, y a la vez a todo aquello que tiene que ver con las dificultades que elegir mal nos suele comportar.

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Cronometrados

Cada vez tengo más claro que todo este embrollo en el que nos encontramos empezó el día en que alguien acuñó la fatídica frase de “el tiempo es oro”. Fue a partir de ese momento en que la vida empezó a acelerarse, al principio lentamente, pero según iban proliferando los relojes (hoy día en forma de móvil) que los amaneceres, las flores y los atardeceres perdieron parte de su maravilloso color, los alimentos su sabor y la empatía empezó a diluirse entre la gente. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XIX cuando la cosa empezó a tomar el cariz oscuro que hoy día nos “ilumina”. El motivo: la invención del tren y la necesidad de hacer concordar los distintos horarios de paso con independencia del país. Hasta ese momento, ya no cada nación, sino cada localidad, por pequeña que ésta fuese, se regía a partir del horario que marcaba la torre del reloj local, la cual era establecida en función del sol de mediodía, pero, como dicho mediodía era distinto para cada lugar, resultaba arduo y difícil poder saber la hora en la que estabas si te desplazabas a otro lugar. Por poner un ejemplo, hasta 1990 (momento en que se estableció el huso horario y a partir del cual se inició la tiranía de la hora común que hoy tanto nos esclaviza y asfixia), cuando en Barcelona eran las 12 del mediodía, en Madrid todavía eran las 11:30, y lo mismo ocurría en el resto de localidades que separaba a ambas.

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Envidia Sana

La envidia es un sentimiento con más aristas de las que en un primer momento pudiera parecer. Si la miramos al “microscopio” veremos que la envidia se compone de carencia e injusticia y que suele generar cierto rencor, malestar e incluso, desafortunadamente, hostilidad. Sentimos envidia cuando creemos que alguien tiene algo que deseamos y además no merece y deseamos arrebatárselo (y si eso no es posible, que le suceda una desgracia y lo pierda). Esta es la peor de las envidias, la que acaba siendo patológica, la del perro del hortelano, la que siempre produce dolor, la que nubla cualquier capacidad de empatía y comprensión hacia el otro, la que enciende la llama de la hostilidad y quema todo a su paso.

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Emociones políticas 2

Cualquier sociedad aspira (o en sus inicios lo hizo, posiblemente visto los resultados de forma utópica) a que la emoción que una a todos aquellos que la componen sea el amor. Diferentes investigaciones han demostrado que, si existe una emoción importante para el bienestar de las personas, esta no es otra que el amor. Basta con recordar, a modo de ejemplo, la teoría del apego de Harlow, que nos muestran que es el amor es la emoción responsable de unir emocionalmente a las personas. En el caso concreto de los bebes, bien canalizada, los impulsa hacia la empatía, hacia el establecimiento de un interés verdadero y no egoísta en relación a la otra persona (que no la vea únicamente como un modo de lograr un fin, alimento, calor, etc.). En cambio, en la mayoría de las sociedades (desde las familias hasta las naciones) la cohesión grupal se construye a partir de sentimientos como el de “amor a la patria”, los cuales se conforman, principalmente, gracias a la emoción del orgullo. El orgullo es el “pegamento” esencial que garantiza y afianza un verdadero sentimiento de pertenencia a un grupo. Sin embargo, la diferencia entre “amor” y “orgullo” resulta más que evidente. Mientras que el primero produce una visión de igualdad entre las personas, favoreciendo la cooperación, la fraternidad y las conductas altruistas, en cambio, el segundo, se asienta en la diferencia y la competición, es decir, en aquello que hace superior a una persona per el único motivo de pertenecer a una nación, grupo, colectivo, familia, etc. Mientras que el amor une, el orgullo individualiza y nos convierte en islas, al fomentar únicamente la obligación de “defendernos” de todo aquello que pueda empequeñecernos.

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Emociones políticas

Cualquier sociedad aspira (o en sus inicios lo hizo, posiblemente visto los resultados de forma utópica) a que la emoción que una a todos aquellos que la componen sea el amor. Diferentes investigaciones han demostrado que, si existe una emoción importante para el bienestar de las personas, esta no es otra que el amor. Basta con recordar, a modo de ejemplo, la teoría del apego de Harlow, que nos muestran que es el amor es la emoción responsable de unir emocionalmente a las personas. En el caso concreto de los bebes, bien canalizada, los impulsa hacia la empatía, hacia el establecimiento de un interés verdadero y no egoísta en relación a la otra persona (que no la vea únicamente como un modo de lograr un fin, alimento, calor, etc.). En cambio, en la mayoría de las sociedades (desde las familias hasta las naciones) la cohesión grupal se construye a partir de sentimientos como el de “amor a la patria”, los cuales se conforman, principalmente, gracias a la emoción del orgullo. El orgullo es el “pegamento” esencial que garantiza y afianza un verdadero sentimiento de pertenencia a un grupo. Sin embargo, la diferencia entre “amor” y “orgullo” resulta más que evidente. Mientras que el primero produce una visión de igualdad entre las personas, favoreciendo la cooperación, la fraternidad y las conductas altruistas, en cambio, el segundo, se asienta en la diferencia y la competición, es decir, en aquello que hace superior a una persona per el único motivo de pertenecer a una nación, grupo, colectivo, familia, etc. Mientras que el amor une, el orgullo individualiza y nos convierte en islas, al fomentar únicamente la obligación de “defendernos” de todo aquello que pueda empequeñecernos.

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Alguien con quien “pelear”

Todos conocemos o hemos conocido personas que necesitan estar continuamente buscando alguien con quien “pelear”, a quien “culpar” de la situación que sea, por insulsa e intranscendente que ésta pueda resultar. Personas que viven para encontrar motivos que justifiquen la contienda continua en la que basan su existencia. Seres que basan su existencia en tener una “causa” que defender, un “tenemos que defendernos” perpetuo, y generalmente injustificado, que, a disgusto con la propia soledad, les lleva a embarcar a todos los que les rodean en sus batallas. Porque, para estas personas, o estamos con ellas, o estamos contra ellas. No existe posibilidad de término medio.

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El extraño orden de las cosas

En anteriores entradas ya hablamos sobre la capacidad de contagio que poseen las emociones. Basta con ver alguien que está triste para, en función del grado de empatía de cada uno, nos sintamos también tristes, enfadados o, incluso, en algunos casos, el desdén se apodere de nosotros. En este sentido la norma es clara: cuanto mayor intensidad emocional emite la otra persona (o grupo), más fácil resulta que acabemos sintiéndonos como ella. Y todo ello, claro está, sin que intervenga ningún proceso cognitivo de carácter superior. Aquí poco importa el intelecto, aquí lo primordial es lo corpóreo, los sentimientos que nos embargan.

Posiblemente, esto es así porque allá por los albores de la existencia, el primer organismo unicelular logró adaptarse y sobrevivir a su entorno gracias a cómo su “cuerpo” respondía a los requisitos externos. Con la necesidad añadida, que, para poder lograrlo, no podían existir “filtros cognitivos” que entorpeciesen una rápida respuesta. Esta es la base, seguramente, el factor de éxito, podríamos decir, que ha permitido que las emociones sean a día tan importantes para cualquier organismo vivo (especialmente para nosotros, los seres humanos). Porque, como bien dice Damasio, “la respuesta emotiva consiste en alterar el curso de la vida dentro del interior antiguo de los organismos. Estos dispositivos son los impulsos o instintos, las motivaciones y las emociones”. Y es aquí precisamente donde la homeostasis brilla con luz propia marcando la diferencia entre la existencia o no de un sentimiento o de una emoción. Las emociones determinan comportamientos. Los comportamientos acertados aseguran nuestra adaptación y, en consecuencia, nuestra supervivencia. Las emociones que inducen comportamientos erróneos o desadaptativos producen la desaparición del “organismo”, eliminando así cualquier posibilidad de volver a repetir que se vuelva a dar dicha emoción.

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