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Cerebro y silencio

El silencio es como un unicornio. Todo el mundo habla de él pero nadie ha podido verlo. En este caso oírlo. El silencio como tal, es decir, la ausencia de ruido, no existe. Incluso en el espacio o en una cámara anecoica, escucharemos el sonido que nuestro cuerpo hace. Cualquiera que haya tenido la posibilidad de experimentar lo que sucede en una, lo ha vivido. Además, nuestro cerebro no está preparado para la ausencia de ruido. Necesita del sonido para poder funcionar correctamente y, en caso contrario, empieza a quejarse provocándonos cierto malestar y desorientación, que acaba, en caso de continuar, por crear incluso desorientación en forma de alucinaciones más o menos intensas. Lo primero que hace nuestro cerebro cuando se ve privado de sonido es crear el suyo propio. Al principio mediante acúfenos. Después en forma incluso de dolor. Y es que el sonido es para el cerebro como la luz. Le disgusta de igual manera quedarse eternamente a oscuras, como en silencio. Está diseñado para analizar estímulos. Si no los tiene, de una manera u otra se los inventa.

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Relatos desde los dos lados del cerebro

Nuestro cerebro está dividido en dos hemisferios. Simétricos, pero no idénticos, y mucho menos en cuanto a las funciones que realizan. Sabemos que esta lateralización se debe a la necesidad de que cada hemisferio deba ser especialista en unas determinadas funciones y no en otras, y también, que esto viene supeditado, entre otras cuestiones, a si somos diestros o zurdos (aunque no esto no siempre sea así, ya que se estima que solamente un 10% de la población es zurda, y de estos solamente el 70% tiene cambiada la lateralización, funcionando estos, por tanto, como si fuesen diestros).

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Fatiga por compasión

A los seres humanos, en general, no nos gusta demasiado el sufrimiento. Ni el propio, ni tampoco el ajeno. De hecho, en la medida de lo posible, intentamos evitar casi con la misma intensidad sentir malestar como presenciar el ajeno. En la alegría todos tendemos a acercarnos, a compartirla. La alegría es algo que nos recarga, nos ilumina por dentro y por fuera. De ahí que cuando la percibimos intentemos formar parte. Muy podridos debemos estar por dentro para no gozar del bien, de la fortuna, de alguien más o menos próximo. Incluso nos emocionamos con las alegrías ajenas. Un ejemplo de esto es cuando en Navidad contemplamos con cierta emoción el alborozo de aquellos que salen por televisión celebrando que les ha tocado la lotería. En estas situaciones, la mayoría de nosotros en vez de sentir envidia (que sería desgraciadamente lo más propio) lo que sentimos es cierto bienestar al empatizar con la alegría de aquellos que celebran. Algo similar, pero multiplicado por dos o por tres, sucede cuando sentimos la tristeza o el desasosiego de los demás. En estas situaciones, algunos tienden a acercase para ofrecerse, muchas veces en un vano intento por mitigar esa tristeza que el otro siente, sin embargo, una mayoría lo que hacemos es huir, intentar poner tierra de por medio, temerosos quizás de que pueda “contagiárnosla”. El problema subyace cuando no queda otra que estar ahí. Cuando nuestro trabajo, o nuestra proximidad con aquellos que sufren, nos obligan a actuar. Es en estas ocasiones, cuando la exposición a la desgracia ajena es muy intensa o muy prolongada en el tiempo que se da la fatiga por compasión. 

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Salud y emociones (I)

En vínculo que existe entre emociones y salud creo que no hay nadie que lo cuestione o lo ponga en duda. Todos somos conscientes de la afectación que determinadas emociones, en realidad me atrevería a decir que todas ellas, tienen en cuanto a nuestra salud, pero, sin embargo, no siempre les prestamos la suficiente atención o, cuando lo hacemos, la mayoría de las veces, desgraciadamente, acaba siendo un poco tarde.

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El Tiempo Regalado

Podemos entender la espera de dos modos, pero teniendo en cuenta que cada uno de ellos nos configurará emocionalmente de manera drásticamente diferente. Por un lado tenemos la espera que nos ayuda a crecer, esa que necesita de su tiempo para que lo que tenga que ser madure, para así, hacernos conscientes de su importancia. Si todo fuese fácil y rápido, seguramente, casi nada tendría valor, y nosotros como seres emocionales que somos necesitamos que todo tenga su importancia para poder sentir. Nuestra existencia está compuesta, fundamentalmente, de momentos de espera. Son esos momentos, como hemos dicho, los que le dan sentido a la recompensa, los que configuran y determinan los momentos significativos de nuestro pasado y, por tanto, determinan como será nuestro futuro próximo. Entradas atrás hablamos del test de la golosina, y como la capacidad de retrasar el momento de la recompensa podía determinar el nivel de control emocional que ese niño tendría años adelante como adulto. En palabras de Andrea Kölher; los ineludibles momentos de espera nos permiten valorar nuestro pasado, pero también configurar el futuro. No hay crecimiento ni auténtico desarrollo sin espera, la recompensa exige siempre cierto retraso, la gratificación inmediata termina casi siempre por dejarnos insatisfechos.

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Cronometrados

Cada vez tengo más claro que todo este embrollo en el que nos encontramos empezó el día en que alguien acuñó la fatídica frase de “el tiempo es oro”. Fue a partir de ese momento en que la vida empezó a acelerarse, al principio lentamente, pero según iban proliferando los relojes (hoy día en forma de móvil) que los amaneceres, las flores y los atardeceres perdieron parte de su maravilloso color, los alimentos su sabor y la empatía empezó a diluirse entre la gente. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XIX cuando la cosa empezó a tomar el cariz oscuro que hoy día nos “ilumina”. El motivo: la invención del tren y la necesidad de hacer concordar los distintos horarios de paso con independencia del país. Hasta ese momento, ya no cada nación, sino cada localidad, por pequeña que ésta fuese, se regía a partir del horario que marcaba la torre del reloj local, la cual era establecida en función del sol de mediodía, pero, como dicho mediodía era distinto para cada lugar, resultaba arduo y difícil poder saber la hora en la que estabas si te desplazabas a otro lugar. Por poner un ejemplo, hasta 1990 (momento en que se estableció el huso horario y a partir del cual se inició la tiranía de la hora común que hoy tanto nos esclaviza y asfixia), cuando en Barcelona eran las 12 del mediodía, en Madrid todavía eran las 11:30, y lo mismo ocurría en el resto de localidades que separaba a ambas.

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Correr cuesta abajo

Aún recuerdo aquel fatídico primer día. El sol lucía espléndido y la temperatura era perfecta. Anhelante como estaba por empezar, sin pensarlo un instante, me puse las zapatillas y me eché a la calle, todo dispuesto. Es lo que tienen los inicios, prima el deseo, todo es motivación  y los posibles obstáculos, todavía ocultos, apenas si ensombrecen las expectativas.

La avenida estaba desierta y en silencio, como si coches y personas se hubiesen conjurado para darme espacio. Los primeros pasos fueron sencillos. Notaba el asfalto acariciar mis pies y todo era fluidez en mi respiración. Según avanzaba los árboles se iban turnando ofreciéndome un zigzag de sombra y luminosidad que resultaba verdaderamente placentero. Era consciente del esfuerzo que me esperaba, de que según fuesen pasando los kilómetros el cansancio aparecería, pero me sentía plenamente convencido de que estaba preparado para afrontarlo, que lo iba a conseguir, porque, aquel día, las preocupaciones eran como las nubes: no existían. Pero, además, contaba con un plan: en cuanto la cosa se pusiese difícil me echaría cuesta abajo y dejaría que la pendiente compensase la falta de fuerzas y mitigase el cansancio. Y eso fue lo que hice, en cuanto empecé a notar que la cosa ya no era tan fluida, cuando el asfalto, en lugar de acariciar, parecía querer agarrar mis pies dificultándome mantener la zancada, entonces giré a la derecha y tome el camino que transcurría cuesta abajo.

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Amabilidad

De un tiempo a esta parte, todavía no me explico la razón, la amabilidad se ha convertido en una rara avis. Y es que todos, en general, hemos dejado de ser amables. Y aunque podemos echarle la culpa a los efectos en nuestro cerebro de Internet (más que nada, porque está de moda hacerlo, con independencia de su validez y veracidad) o a la velocidad vital en la que nos hemos instalado (es lo que tiene haber construido una realidad donde absolutamente todo debe suceder al instante, un lugar donde las esperas han sido abolidas definitivamente…), lo cierto es que cada vez somos menos amables con los demás (y con nosotros mismos).

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Sueños y emociones

He de reconocer que no suelo despertarme recordando lo que he soñado durante la noche. Sé positivamente que he soñado (todos lo hacemos, lo que ocurre es que únicamente cuando son emocionalmente intensos solemos recordarlos al despertar), pero alcanzo a recordar nada, excepto que, si presto atención a cómo me encuentro emocionalmente, algo me dice que existe una relación con los sueños que he tenido. De la misma manera que mi estado emocional a la hora de dormir influye en el tipo de sueños que tenemos, sobre todo en su emocionalidad, lo sueños influyen como será nuestro estado emocional basal al despertar. Vasos comunicantes, como no podría ser de otra manera, al estar totalmente conectado nuestro sistema emocional al somático y viceversa.

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Velocidad del tiempo

Recuerdo días en los que el tiempo parecía dar de sí. Una época en la que tenía tiempo para casi todo. Donde todo era posible temporalmente hablando. Días horizontales, incluso a veces en subida, donde todo tenía su ritmo, generalmente lento, adecuado. No sé muy bien cuando todo cambió, aunque tengo mis sospechas, pero de unos años a acá, el horizonte se ha inclinado y todo parece ir cuesta abajo. Imposible planear, y aun no haciéndolo, todo se desarrolla de manera precipitada, a la carrera. Los días pasan y pasan cada vez a mayor velocidad y nada podemos hacer para enlentecerlos. En caída libre, voy arrancando simbólicamente las hojas de un calendario que, aun habiéndolo acabado de estrenar, sin darme apenas cuenta llega a su final. Cubo que se vacía. Globo que se deshincha. Agotamiento. Frustración y nostalgia.

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