Archivo de la etiqueta: ansiedad

Inseguridad

Vivimos tiempos de inseguridad, momentos que incluso los más fuertes o los más ignorantes no son capaces de ignorar. Tiempos donde la confianza escasea, en los que las certezas son pocas y, de haberlas, se refieren mayoritariamente a potenciales peligros. Tiempos caracterizados por la falta de estabilidad y en los que la tranquilidad se ha convertido en una quimera, una esperanza, casi imposible. Dicen los más optimistas que no debemos hablar de crisis sino de oportunidades. Es posible que tengan razón, pero lo que también es cierto, es que cuando nos sentimos inseguros la posibilidad de que dicho sentimiento acabe convirtiéndose en vulnerabilidad tan enorme como su optimismo. Y ya se sabe, la vulnerabilidad es la antesala del miedo. Miedo no solamente al entorno, también, y quizás esto sea lo peor, hacia las propias capacidades para poder afrontar las posibles amenazas que se pergeñan en el horizonte. El miedo al fracaso es siempre peor que el miedo al peligro.

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Automatismos…

Que determinados automatismos, rutinas, son para la mayoría de nosotros una bendición, no tengo dudas. Como tampoco que en ocasiones acaban siendo un pequeño gran “dolor de muelas”, a partir de cierta edad o en determinadas formas de ser, tampoco. Un ejemplo de ello es todas esas “perdidas” que, de tanto en tanto, a muchos de nosotros nos sobrevienen. Y pongo entrecomillado el verbo perder porque, en realidad, más que de pérdida, debería hablar de olvido. Esta semana, por ejemplo, estaba en el gimnasio y, de pronto, escucho como uno de los usuarios habituales, de esos que uno, de tanto coincidir día tras día, ha terminado por establecer ciertos vínculos de familiaridad, exclama un “¡así que estabais aquí!” mientras me muestra con alborozo un manojo de llaves. “Llevaba varios días buscándolas”, me dice con alegría. “Sabía que no las había podido perder, pero no dónde las había puesto”.

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Cerebro y silencio

El silencio es como un unicornio. Todo el mundo habla de él pero nadie ha podido verlo. En este caso oírlo. El silencio como tal, es decir, la ausencia de ruido, no existe. Incluso en el espacio o en una cámara anecoica, escucharemos el sonido que nuestro cuerpo hace. Cualquiera que haya tenido la posibilidad de experimentar lo que sucede en una, lo ha vivido. Además, nuestro cerebro no está preparado para la ausencia de ruido. Necesita del sonido para poder funcionar correctamente y, en caso contrario, empieza a quejarse provocándonos cierto malestar y desorientación, que acaba, en caso de continuar, por crear incluso desorientación en forma de alucinaciones más o menos intensas. Lo primero que hace nuestro cerebro cuando se ve privado de sonido es crear el suyo propio. Al principio mediante acúfenos. Después en forma incluso de dolor. Y es que el sonido es para el cerebro como la luz. Le disgusta de igual manera quedarse eternamente a oscuras, como en silencio. Está diseñado para analizar estímulos. Si no los tiene, de una manera u otra se los inventa.

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Futurofobia

El término “futurofobia” es un neologismo con que el autor, Héctor García Sánchez intenta describir el estado emocional de su generación producto de un desencanto por un no cumplimiento de unas expectativas. Si lo extrapolamos y generalizamos al resto de la población, la futurofobia se produce cuando aquello previsto no acontece y, en vez de reestructurar y actualizar nuevamente los objetivos en función de las nuevas circunstancias, nos empeñamos en perseverar en el mantenimiento de nuestros deseos. La futurofobia es negarse a aceptar que las cosas no son ni serán como lo habíamos planificado y preferir, en cambio, entrar en un estado de indefensión aprendida, de atribución causal y de que, el futuro, a partir de ahora, siempre será mucho más negro de lo que habíamos imaginado.

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El signo de los tiempos

Aquellos de nosotros que hemos tenido la desgracia de sufrir un ataque de ansiedad, sabemos y entendemos perfectamente lo mal que uno se siente cuando le sucede. Por lo que, cuando contemplamos a alguien padeciéndolo delante nuestro sabemos de la inutilidad que representa intentar hablar y hacer que la persona racionalice lo que le está sucediendo. Poco importa que el detonante pueda parecernos (o que verdaderamente sea) fútil. Entre otras razones, porque éste no es más que la espita que hace prender la llama.

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¿Fe = Emoción?

La fe es, simplemente, una creencia. Creer en algo o alguien nos inspira confianza, seguridad. Depositamos nuestras esperanzas en que el futuro nos será propicio basándonos en el convencimiento de que nuestra fe es verdadera, o en otras palabras: la fe nos genera un sentimiento de seguridad (o inseguridad en caso de no sentirla) a partir del cual, la manera como tenemos de relacionarnos con nuestro entorno cambia y, en consecuencia, los efectos que ésta tiene en nosotros son similares a los que suelen tener las emociones.

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Relatos desde los dos lados del cerebro

Nuestro cerebro está dividido en dos hemisferios. Simétricos, pero no idénticos, y mucho menos en cuanto a las funciones que realizan. Sabemos que esta lateralización se debe a la necesidad de que cada hemisferio deba ser especialista en unas determinadas funciones y no en otras, y también, que esto viene supeditado, entre otras cuestiones, a si somos diestros o zurdos (aunque no esto no siempre sea así, ya que se estima que solamente un 10% de la población es zurda, y de estos solamente el 70% tiene cambiada la lateralización, funcionando estos, por tanto, como si fuesen diestros).

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Déjà vu emocional. Dèja vu existencial

Sabes que te has hecho viejo en el mismo momento en que te das cuenta de que tu vida se ha convertido en una especie de eterno día de la marmota. O quizás sea antes, es decir, que en realidad nuestra existencia no sea más que eso: un eterno bucle que se repite con independencia del número de arrugas y canas que vayan apareciendo.

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Amor 2.0

Tendemos a pensar en la emoción del amor confundiéndola con el enamoramiento. Hollywood y el cine, seguramente, tienen bastante culpa. Sin embargo, la emoción del amor va mucho más allá. No solamente incluye el amor paterno o materno-filial, la amistad, etc., también los momentos de felicidad compartidos de manera espontánea, y sin buscarlo, con personas desconocidas. ¿Se puede considerar amaro una interacción en la que se comparte un momento “especial”? De hecho, son bastantes las investigaciones que así parecen indicarlo.  A mí tampoco me extraña. Si tenemos en cuenta que el amor es absoluto presente, y que está directamente relacionado con un sinfín de sensaciones corporales que únicamente se dan en ese instante preciso, en función a determinadas acciones para con y los demás, tampoco debería sorprendernos. Además, teniendo en cuenta la sociedad actual, donde la tecnología, la lista interminable de cosas pendientes que casi nunca podemos llegar a completar, la manera de comunicarnos cada vez más supeditada a las redes sociales y, por tanto, la dificultad cada vez mayor para contactar con los demás (piel a piel),… resulta sencillo explicar por qué cada vez existen más personas que buscan amor y menos las que lo encuentran.

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