Vivimos tiempos de inseguridad, momentos que incluso los más fuertes o los más ignorantes no son capaces de ignorar. Tiempos donde la confianza escasea, en los que las certezas son pocas y, de haberlas, se refieren mayoritariamente a potenciales peligros. Tiempos caracterizados por la falta de estabilidad y en los que la tranquilidad se ha convertido en una quimera, una esperanza, casi imposible. Dicen los más optimistas que no debemos hablar de crisis sino de oportunidades. Es posible que tengan razón, pero lo que también es cierto, es que cuando nos sentimos inseguros la posibilidad de que dicho sentimiento acabe convirtiéndose en vulnerabilidad tan enorme como su optimismo. Y ya se sabe, la vulnerabilidad es la antesala del miedo. Miedo no solamente al entorno, también, y quizás esto sea lo peor, hacia las propias capacidades para poder afrontar las posibles amenazas que se pergeñan en el horizonte. El miedo al fracaso es siempre peor que el miedo al peligro.