Archivo de la etiqueta: sufrimiento

The Moral Psychology of Amusement

Todos coincidiremos en que la diversión es una emoción que nos hace sentir bien. Cercana a la emoción de fluir, ambas se generan gracias al entretenimiento, la distracción que nos producen, diferenciándose ambas en cuanto a la presencia necesaria del sentido del humor y la risa en la primera. Ambas son fuentes de placer y bienestar, ambas focalizan nuestra atención en un presente absoluto libre de peligros, donde la necesidad de controlar el entorno y estar alerta son mínimas, consiguiendo incluso en el caso del fluir que casi desaparezcan.

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Depresión y psicodelia

He de reconocer que hasta hace pocos meses no sabía demasiado sobre los diferentes estudios que se estaban realizando para determinar la efectividad de la psilocibina en trastornos como la depresión. En realidad, fue a través de un documental, «How to change your mind» («Cómo cambiar tu mente«, en castellano) cómo tuve constancia. En este, Michael Pollan explica qué drogas psicodélicas como el LSD y la psilocibina pueden representar un antes y un después en relación a los tratamientos utilizados hasta hoy para paliar los efectos de la depresión y otras enfermedades como, por ejemplo, la ansiedad, el estrés postraumático, los trastornos alimentarios y las tendencias suicidas.

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La ira, la emoción que corre hacia el futuro

Si hiciésemos una encuesta preguntando en qué tiempo situaríamos la emoción de la ira, estoy convencido que la mayoría de la gente la acabaría poniendo en el presente: como forma de responder a un mal actual. En cambio, si nos paramos a pensarlo detenidamente, veremos que la ira es más una emoción que se enmarca en el futuro. Me explicaré… Si bien es cierto que la emoción de la ira es una respuesta a un perjuicio o ataque cuyo objetivo es recuperar lo que nos ha arrebatado o defenderlo para no perderlo en el momento actual, la mirada que implica la ira siempre está fija en el paso siguiente, en ese que daremos para lograr recuperar lo perdido. Porque la ira viene a ser como ese plan, más o menos elaborado, al que de repente se le insufla un buen golpe de energía para llevarlo a cabo. Es, en cierto modo, la manera emocional que tenemos de buscar estrategias que nos devuelvan a la situación anterior a la pérdida sufrida. Y es aquí cuando la ira, en vez de producirnos dolor (como generalmente lo acaba haciendo en forma de culpa), nos acaba produciendo placer, debido principalmente a que lo que, en realidad, lo que hace es buscar un bien futuro (la ira nos convence de que seremos capaces de lograr el objetivo… el problema sobreviene si acaba no sucediendo así…). Sería algo similar a lo que sucede con la emoción de la compasión: imaginamos que con nuestra ayuda lograremos paliar su sufrimiento (si no completamente, al menos hacerlo más soportable), lo cual nos genera cierto placer o bienestar.

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Fatiga por compasión

A los seres humanos, en general, no nos gusta demasiado el sufrimiento. Ni el propio, ni tampoco el ajeno. De hecho, en la medida de lo posible, intentamos evitar casi con la misma intensidad sentir malestar como presenciar el ajeno. En la alegría todos tendemos a acercarnos, a compartirla. La alegría es algo que nos recarga, nos ilumina por dentro y por fuera. De ahí que cuando la percibimos intentemos formar parte. Muy podridos debemos estar por dentro para no gozar del bien, de la fortuna, de alguien más o menos próximo. Incluso nos emocionamos con las alegrías ajenas. Un ejemplo de esto es cuando en Navidad contemplamos con cierta emoción el alborozo de aquellos que salen por televisión celebrando que les ha tocado la lotería. En estas situaciones, la mayoría de nosotros en vez de sentir envidia (que sería desgraciadamente lo más propio) lo que sentimos es cierto bienestar al empatizar con la alegría de aquellos que celebran. Algo similar, pero multiplicado por dos o por tres, sucede cuando sentimos la tristeza o el desasosiego de los demás. En estas situaciones, algunos tienden a acercase para ofrecerse, muchas veces en un vano intento por mitigar esa tristeza que el otro siente, sin embargo, una mayoría lo que hacemos es huir, intentar poner tierra de por medio, temerosos quizás de que pueda “contagiárnosla”. El problema subyace cuando no queda otra que estar ahí. Cuando nuestro trabajo, o nuestra proximidad con aquellos que sufren, nos obligan a actuar. Es en estas ocasiones, cuando la exposición a la desgracia ajena es muy intensa o muy prolongada en el tiempo que se da la fatiga por compasión. 

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El Miedo

Somos nuestros miedos. Nada más. Nada menos. Desde el mismo instante en que nacemos nuestros miedos nos acompañan. Construir unos u otros depende de nosotros, pero sin que, al mismo tiempo, podamos hacer gran cosa para realmente cambiarlos. Sin sentido con sentido. Sabemos a qué tenemos miedo. Sabemos por qué sentimos miedo. Pero, a pesar de todo, pocas veces somos capaces de gestionarlo cuando éste es de verdad, cuando su solo atisbo de presencia provoca que todo cambie y que acabemos girando, exclusivamente, a su alrededor.

El miedo es la vida misma. Todo es susceptible de provocarnos miedo. La diferencia únicamente está en que hay miedos a los que nos hemos acostumbrado, miedos que, de tanto repetirse, afortunadamente han dejado de surtir su desagradable efecto. Miedos transformados en aprendizaje que permiten que únicamente nos rocen, casi sin tocarnos. Miedos de los que resulta imposible escapar y miedos con los que no queda otra que convivir. Porque nosotros, los humanos, a diferencia de lo que sucede con el resto de animales, nos construimos alrededor de nuestros miedos. Nos envolvemos con ellos. Y mientras que en el caso de los animales el miedo únicamente consiste en un mecanismo de defensa, una alerta que les permite (en ocasiones) disponer de un tiempo mínimo suficiente para reaccionar, en los seres humanos el miedo, además, viene dictado por ese otro yo que desde el segundo uno de conciencia nos acompaña para únicamente abandonarnos en el último instante, el mismo que antecede al sueño eterno que conlleva toda muerte. Es el precio que nos toca pagar por poder imaginar, porque toda suma contiene en su interior una resta y viceversa.

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Perfeccionismo = Sufrimiento

Cada vez lo tengo más claro: la vida es más sufrida para todos aquellos que somos en cierto modo unos perfeccionistas. Necesitar hacer las cosas perfectas (no solamente bien, sino perfectas) implica mucho más dolor que satisfacción. Las razones son múltiples. Una que no suele bastarnos con hacer las cosas bien de vez en cuando, sino que necesitamos hacerlas bien siempre. Y cuando digo siempre, es SIEMPRE. Lo cual, como todos sabemos, no siempre es posible, entre otras muchas cosas, porque tampoco nos conformamos con un determinado nivel de exigencia, sino que lo vamos subiendo y subiendo, hasta que resulta muy complicado mantener un “cierto estándar” de “calidad”. Esta sería la segunda razón: el nivel de exigencia nunca suficiente de los que tenemos la “maldición” de ser unos perfeccionistas.

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Indefensión

El gran problema de la indefensión aprendida no es está en sí misma, sino en que nadie quiere hablar sobre ella. Es como si interesase el silencio, como si hacer público lo que ocurre atemorizase a aquellos que nos la ejercen y avergonzase a los que la sufrimos, siendo quizás ésta la razón de que cada día seamos más los que caemos bajo su terrible yugo.

La indefensión aprendida es ese sentimiento, ese estado psicológico e incluso del alma, que aparece siempre que sentimos que somos incapaces de controlar lo que nos acontece. Hasta aquí, si no escarbamos un poco más profundo, podríamos creer de qué estamos hablando sobre la frustración. Sentimiento que aparece cuando intentamos hacer algo y no nos sale. Sin embargo, la indefensión va más allá del sentimiento de frustración, el cual, generalmente, es concreto, referido, a un determinado aspecto. En cambio, la indefensión acaba abarcándolo todo. Cualquier cosa, desde la más nimia y sencilla, a aquella que sabemos resulta imposible lograr. La indefensión consigue lo que pocos sentimientos logran: que nos autoconvenzamos de que no seremos capaces, ni ahora ni nunca, de que no existe nada en el mundo que podamos hacer para cambiar lo que está ocurriendo y que, en consecuencia, lo mejor que podemos hacer es bajar la cabeza y dejar que siga sucediéndonos sin intentar cambiarlo.

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Tener una razón

Necesitamos una razón para levantarnos y empezar a funcionar. Sin objetivos que nos justifiquen el esfuerzo, la apatía, la anhedonia, se imponen y únicamente queda el vacío (exterior e interior). Y en el vacío resulta imposible sobrevivir…

La falta de motivación implica que todas esas emociones relacionadas con el bienestar desaparezcan dejando su espacio a aquellas que únicamente comportan dolor y sufrimiento. Incluso aquello que tanto te emocionaba, con lo que te tanto te identificabas y parecía dar sentido a cualquier esfuerzo con independencia de su magnitud, desaparece. Queda anulado. La depresión se impone. Se pierden las ganas de vivir, de continuar haciéndolo, y el horizonte empieza a oscurecerse hasta convertirse en un inmenso agujero negro que todo engulle impidiendo que cualquier luz nos ilumine indicándonos un posible camino de salida. Sin razón de ser no existe razón de estar y el único deseo que nos embarga es el de desaparecer. Que todo se pare para que nos podamos bajar y dejar de sentir dolor.

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Fracaso

Cada vez más nuestro medio social y cultural nos empuja en pos del éxito. Estamos obligados a triunfar. Lo contrario implica malestar en forma de pérdida de autoestima, culpa, vergüenza, tristeza y el resto de emociones que utilizan el dolor como aviso para que cambiemos nuestro proceder. Ya no basta con participar. De hecho, nunca ha sido suficiente. Siempre he tenido la sensación que esta frase no era más que la típica palmadita de condescendencia que se suele dar para decirle a alguien que le “perdonamos” su fracaso. Nos han educado para asociar éxito con felicidad, lo cual no ha hecho más que generar sufrimiento. Sin darnos cuenta, estamos construyendo una sociedad donde el dolor tiende a anteponerse al bienestar, donde la agresividad ha pisoteado al altruismo, la tristeza está a punto de eclipsar a la alegría y el miedo se ha impuesto a la esperanza. Y todo ello por la obligación de triunfar…

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Sobre la compasión

La compasión es la respuesta emocional a la percepción de sufrimiento de otra persona. Ésta es una emoción que produce malestar en forma de angustia al ponernos, en cierto modo, en el lugar de la persona que sufre, lo que nos lleva indefectiblemente a desear ayudarla. El problema está en que, debido a su cercanía (la primera necesita de la segunda), solemos confundir compasión con empatía. Sentir compasión produce sufrimiento, pero éste no se corresponde con el que la persona afectada sufre. El malestar que produce la compasión es distinto y, aunque implique la necesidad de prestar ayuda, el sentimiento será distinto (ira, tristeza, culpa, etc.), y su respuesta, por tanto, también diferente, ya que vendrá condicionada por la emoción que le afecte (la cual, evidentemente, no será la compasión).

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