Archivo de la etiqueta: esperanza

¿Es la esperanza un efecto placebo?

La esperanza es ese sentimiento de que pase lo que pase el mañana siempre nos será favorable. Esto hace que sea una emoción estrechamente conectada con aspectos tan importantes para nuestra salud y bienestar emocional como lo son la fe y el amor. Necesitamos tener fe. En los momentos difíciles, en esos en los que no parece haber salida posible, en los que no sabemos qué hacer para revertir lo que nos sucede, en los cuales sentimos que no poseemos las herramientas necesarias para sobrevivir, en todos estos, tener fe, poco importa en qué, resulta fundamental para no caer definitivamente en el abismo del miedo eterno. Y, de la misma manera, queramos aceptarlo o no, todos sabemos perfectamente también que sin amor solamente queda el vacío. Y que en el vacío no existe posibilidad. Ninguna. Cero.

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¿Fe = Emoción?

La fe es, simplemente, una creencia. Creer en algo o alguien nos inspira confianza, seguridad. Depositamos nuestras esperanzas en que el futuro nos será propicio basándonos en el convencimiento de que nuestra fe es verdadera, o en otras palabras: la fe nos genera un sentimiento de seguridad (o inseguridad en caso de no sentirla) a partir del cual, la manera como tenemos de relacionarnos con nuestro entorno cambia y, en consecuencia, los efectos que ésta tiene en nosotros son similares a los que suelen tener las emociones.

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La ira, la emoción que corre hacia el futuro

Si hiciésemos una encuesta preguntando en qué tiempo situaríamos la emoción de la ira, estoy convencido que la mayoría de la gente la acabaría poniendo en el presente: como forma de responder a un mal actual. En cambio, si nos paramos a pensarlo detenidamente, veremos que la ira es más una emoción que se enmarca en el futuro. Me explicaré… Si bien es cierto que la emoción de la ira es una respuesta a un perjuicio o ataque cuyo objetivo es recuperar lo que nos ha arrebatado o defenderlo para no perderlo en el momento actual, la mirada que implica la ira siempre está fija en el paso siguiente, en ese que daremos para lograr recuperar lo perdido. Porque la ira viene a ser como ese plan, más o menos elaborado, al que de repente se le insufla un buen golpe de energía para llevarlo a cabo. Es, en cierto modo, la manera emocional que tenemos de buscar estrategias que nos devuelvan a la situación anterior a la pérdida sufrida. Y es aquí cuando la ira, en vez de producirnos dolor (como generalmente lo acaba haciendo en forma de culpa), nos acaba produciendo placer, debido principalmente a que lo que, en realidad, lo que hace es buscar un bien futuro (la ira nos convence de que seremos capaces de lograr el objetivo… el problema sobreviene si acaba no sucediendo así…). Sería algo similar a lo que sucede con la emoción de la compasión: imaginamos que con nuestra ayuda lograremos paliar su sufrimiento (si no completamente, al menos hacerlo más soportable), lo cual nos genera cierto placer o bienestar.

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Suerte y emociones

¿Tiene la suerte alguna relación con nuestras emociones? Si buscamos una respuesta des del punto de vista “racional”, es decir, desde el punto de vista de la ciencia más ortodoxa, rápidamente responderíamos que “no”. Sin embargo, si nos lo paramos a pensar durante un instante pronto nos daremos cuenta de que la respuesta no resulta tan obvia como a primera vista podría parecer.

En primer lugar, solemos caer en la trampa de creer que la suerte viene determinada por el azar. De hecho, sería esto mismo, el azar, lo que nos llevaría a responder a la pregunta con la que empezábamos esta entrada negativamente, aunque eso sí, así lo único que lograríamos es volver a enfocar el tema de manera precipitada. Sabemos que suerte y azar mantienen una relación muy especial, tanto, que acabamos olvidándonos que el azar es algo extremadamente variable y condicionado. En realidad, basta con que empujemos en la dirección correcta para que el azar sea uno u otro. Me explico. Difícilmente nos podrá tocar la lotería si no jugamos. Resultará también bastante complicado poder conocer a personas nuevas sin salir de casa. O leer un libro sin abrirlo. Dicho de otra manera, la suerte se busca, o quizás sería más preciso decir que la suerte se trabaja. Pero, ¿cómo “trabajamos” la suerte? Simple: creyendo en que podemos lograr aquello que deseamos. De igual modo que no podremos leer un libro sin antes abrirlo, tampoco conseguiremos alcanzar un objetivo sin ponernos manos a la obra y lanzarnos hacía él. Y es aquí donde las emociones acaban participando activamente.

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La fuerza del optimismo

Todos aquellos que por circunstancias de la vida no somos capaces de contemplar la mayor parte del tiempo nuestra realidad “medio llena” y que tendemos más a hacerlo “medio vacía”, solemos creer, nos autoconvencemos de que el optimismo no puede ser saludable. Una emoción, un estado de ánimo, que nos vuelve vulnerables no puede ser bueno. Algo similar ocurre con todos aquellos que han sufrido un fuerte desamor: contemplan al amor como una brecha en su coraza, un modo de indefensión que no compensa y, en consecuencia, huyen de un nuevo amor como el agua lo hace del aceite. Nos decimos a nosotros mismos que es el precio que toca pagar si queremos protegernos de futuros desengaños. Preferimos anestesiarnos a una mínima posibilidad de sufrimiento. El problema es que olvidamos que un optimismo correcto no tiene porqué implicar invulnerabilidad, ni nos convierte en seres impulsivos que se lanzan hacia un objetivo sin pensar en las posibles consecuencias. Olvidamos que ser optimista es la mejor manera de generar en nosotros entusiasmo, fe, perseverancia. Creer que lograremos un reto nos completa, nos fortalece ante futuras frustraciones al hacernos ver que valemos, que poseemos herramientas para afrontar las dificultades. Esta es quizás la principal fortaleza del optimismo: nos permite emprender, intentar, aprender. Y todo ello sin tener que dejar de lado el “control”, sino todo lo contrario: nos lo provee al empoderarnos.

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La importancia del relato

Tener conciencia, posiblemente, implica la obligación de estar continuamente explicándonos la realidad. Los seres humanos necesitamos construir nuestra realidad a partir de relatos. Somos protagonistas y guionistas de nuestra propia aventura vital. Como Juan Palomo, nosotros mismos nos lo guisamos y también nosotros nos lo comemos. La diferencia está en que no siempre somos capaces de sacarle partido a esta doble figura. Contrariamente a lo que podría parecer, no siempre logramos construirnos el mejor de los personajes ni somos capaces de situarnos en escenarios ventajosos, y es aquí reside nuestra pena, referida ésta a la tristeza de no saber aprovechar lo que a priori debería representar una ventaja clara, y a la vez a todo aquello que tiene que ver con las dificultades que elegir mal nos suele comportar.

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El libro de la esperanza

La esperanza nunca es certeza, únicamente posibilidad. Si no fuese así, perdería todo su poder. Anhelo asegurado no es más que simple certidumbre. Y todo lo que se torna previsible, seguro, deja de interesarnos. Nuestra atención lo anula convirtiéndolo en rutina. Simple seguridad que aporta placidez, descanso y cierto bienestar, pero nada tiene que ver con lo sentimientos que suelen acompañar a la esperanza.

La esperanza tampoco es fe. La fe contiene demasiados trazos de certeza, aunque sea ésta una certidumbre basada en creencias y no siempre con opciones reales de acontecer. La fe se acerca en cierto modo al placebo: nos sienta bien, pero no podemos decir que se base en algo cierto y definido. Simplemente está ahí, a nuestro lado para solucionar todo aquello que de manera consciente no sabemos cómo lograrlo. En cambio, la esperanza es siempre horizonte. Caminamos hacia él con el anhelo que tarde o temprano acabe concretándose en aquello que perseguimos, deseamos, o sencillamente, necesitamos (a veces desesperadamente).

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Cansancio pandémico

Si algo ha dejado tras de sí el dichoso coronavirus ha sido una sensación eterna y generalizada de cansancio. Convencido como estoy que no se trata de una sensación exclusivamente mía, (de hecho cuando pregunto a conocidos y desconocidos, a la mayoría les sucede algo similar, con independencia de que hayan padecido o no la enfermedad), eso no quita que me preocupe. Posiblemente, en mi caso, quizás haya que sumar también la edad. Soy consciente de que ya no soy ningún niño, aunque tampoco tan mayor, pero lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, tengo que reconocer que me cuesta mucho más trabajo arrancarme a hacer determinadas cosas que antes hacía con dichosa normalidad. Como si un peso extra se agarrase a mis piernas y brazos obligándolos a realizar un esfuerzo mucho mayor del habitual. Como si el depósito de “automotivación” se hubiese agotado y apenas si quedase combustible para continuar la marcha a rastras.

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¿Optimistas?

A estas alturas de la película, estoy convencido, de que todos somos conscientes que el objetivo, el motivo principal de la existencia de las emociones, es el de servir de sistema de alerta. Las emociones nos avisan de los cambios mediante alteraciones químicas (hormonas, principalmente) que afectan a nuestro sistema cognitivo y a nuestra fisiología condicionando no solamente nuestras conductas, sino que también nuestros pensamientos.

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La sensación de lo que ocurre

Sin poseer un mínimo de plena conciencia en nosotros mismos resulta imposible conocer nuestras propias emociones. Las emociones son “impactos” que golpean contra nuestro ser, sobre aquello de nosotros que nos configura y determina, produciendo los cambios. Sin una base previa en la que poder producir cambios resulta imposible interpretar los efectos que producen dichos cambios. Es el sentimiento que una emoción nos genera, su efecto en nuestro organismo, lo que hace posible experimentarla, y es a partir de dicha experimentación que la podemos interpretar y a partir de aquí “reconfigurarnos”.

Sé que lo anterior suena raro. Lo simplificaré: somos lo que sentimos. Pero, para poder sentir, tenemos que tener la capacidad de poderlo hacer, y cada ser vivó tiene su manera de sentir lo cual lo determina y, en consecuencia, lo diferencia del resto. Y no hablo solamente de especies, también ocurre en “intraespecies”, haciendo que los todo ser vivo, por el simple hecho de existir y sentir sea diferente e irrepetible al resto. 

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