Archivo de la etiqueta: alegría

The Moral Psychology of Amusement

Todos coincidiremos en que la diversión es una emoción que nos hace sentir bien. Cercana a la emoción de fluir, ambas se generan gracias al entretenimiento, la distracción que nos producen, diferenciándose ambas en cuanto a la presencia necesaria del sentido del humor y la risa en la primera. Ambas son fuentes de placer y bienestar, ambas focalizan nuestra atención en un presente absoluto libre de peligros, donde la necesidad de controlar el entorno y estar alerta son mínimas, consiguiendo incluso en el caso del fluir que casi desaparezcan.

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Automatismos…

Que determinados automatismos, rutinas, son para la mayoría de nosotros una bendición, no tengo dudas. Como tampoco que en ocasiones acaban siendo un pequeño gran “dolor de muelas”, a partir de cierta edad o en determinadas formas de ser, tampoco. Un ejemplo de ello es todas esas “perdidas” que, de tanto en tanto, a muchos de nosotros nos sobrevienen. Y pongo entrecomillado el verbo perder porque, en realidad, más que de pérdida, debería hablar de olvido. Esta semana, por ejemplo, estaba en el gimnasio y, de pronto, escucho como uno de los usuarios habituales, de esos que uno, de tanto coincidir día tras día, ha terminado por establecer ciertos vínculos de familiaridad, exclama un “¡así que estabais aquí!” mientras me muestra con alborozo un manojo de llaves. “Llevaba varios días buscándolas”, me dice con alegría. “Sabía que no las había podido perder, pero no dónde las había puesto”.

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Emociones “encontradas”

Voy a exponer una situación personal pero que creo es también más o menos prototípica. Un día como otro cualquiera vas por la calle y te encuentras a alguien con quien, años atrás, compartiste grupo de amigos y cierta amistad. Una persona con quien llevabas bastantes años sin verte y con la no has mantenido vínculos de ningún tipo. Únicamente, de vez en cuando te encontrabas con su madre o con su prima y, en realidad por simple educación y deferencia hacia ellas, acabas preguntándoles que tal le iban las cosas…

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Cantar y cantar

Una investigación de Teppo Särkämö profesor de la Universidad de Helsinki ha demostrado aquello que, si tienes una edad o te gusta el cine español de los años 50 del siglo pasado (donde las personas que padecían de tartamudez lograban expresarse con cierta normalidad si en vez de hablar, cantaban), ya se sabía, es decir: cantar mejora el procesamiento del habla. En concreto que cantar mejora las funciones cerebrales en casos de afasia producidos por los distintos trastornos relacionados con el envejecimiento.

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Ira, alivio y culpa

Resulta sencillo, al menos para mí, caer preso en la trampa de la ira. Basta con estar algo cansado y que las expectativas no se den para que… El otro día fue un buen ejemplo. Después de un mes peleándome en distintos escenarios con la terrible burocracia que nos rodean en este país, convencido de que por fin había logrado dejarla atrás, me topé con una prueba de la que solamente pude salir sacando todo mi mal genio.

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La clave de la felicidad

Actualmente, si preguntas, todo el mundo parece querer lo mismo: ser feliz. Poco importa si realmente sabemos que es la felicidad. Sencillamente la queremos. Nos han inculcado la necesidad de ser felices y estamos convencidos que merecemos serlo, que es nuestro derecho, pero, a la vez, olvidamos, como casi siempre, que tras un derecho siempre hay un deber. El problema es que son muy pocos a quienes les “gustan” (aceptan, sería más apropiado decir) sus deberes y, quizás por ello, también sea este el motivo por el cual son tan pocos los que logran ser verdaderamente felices (sea lo que sea eso de la felicidad).

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Música

Creo que en alguna entrada anterior ya hablé sobre la música y de cómo esta, en ocasiones, se comporta como si fuese una máquina del tiempo. Basta con escuchar una canción, para que sin darnos cuento nos traslademos a aquel momento concreto en la que la escuchamos incorporándola por primera vez a nuestra existencia. Poco importa si la canción en aquel momento fue más o menos importante. Resulta suficiente con que formase parte de nuestra experiencia vital. Tampoco importa mucho el grado de idealización que hagamos del momento pasado. En el fondo, para bien y para mal siempre acabamos otorgando significados en el presente distintos a los que en realidad se dieron en el pasado. Esa es quizás la ventaja de que emociones y sentimientos tienen sobre todo lo demás: se interpretan en el ahora, se sienten en el momento presente, que es cuando las cosas verdaderamente acaban por tener valor.

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El algoritmo de la felicidad

No creo demasiado en la existencia de algoritmos ni otras fórmulas más o menos “mágicas” que expliquen o determinen la felicidad. Ésta, mi opinión, está basada en mis propias experiencias, en la realidad que observo (o quiero observar) y que, por tanto, me define. De hecho, estoy plenamente convencido de que, cuando nos proponemos “encontrar” la felicidad, nunca lo conseguimos, que únicamente aparece cuando no la esperamos, sin avisarnos, silenciosamente, por lo que, lo que realmente hacemos es echarla de menos cuando nos ha abandonado. Entiendo la felicidad como uno de esos estados anímicos sobre los que tomamos conciencia únicamente cuando han pasado (con el peligro de desvirtualización que ello implica, puesto que todo recuerdo, y lo que realmente fue, no siempre se compadecen). Al menos yo, no me paro de repente y me digo a mí mismo “soy feliz”, sino que, lo que suele sucederme es que, al examinar las distintas situaciones (con independencia de si son más o menos recientes) y, probablemente, tras compararlas con mi situación actual, es cuando tomo conciencia de que fueron o son momentos felices, tristes, de ira, de miedo, vergüenza, etc.

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Zombis emocionales

Otro de los efectos que he observado tras la pandemia ha sido una especie de zombificación emocional en mucha de la gente que me rodea. No es que los vea (y me vea) vagando por el mundo como muertos en vida, pero sí que tengo la sensación de que determinadas emociones se impuesto al resto, zombificando nuestro sistema emocional. En concreto, según mi percepción, han sido tres las emociones que se han impuesto a las demás llegando incluso a anularlas: la tristeza, la ira y la alegría (esta última en forma de necesidad perentoria por recuperar lo antes posible todos los momentos de satisfacción perdidos durante este tiempo).

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El extraño orden de las cosas

En anteriores entradas ya hablamos sobre la capacidad de contagio que poseen las emociones. Basta con ver alguien que está triste para, en función del grado de empatía de cada uno, nos sintamos también tristes, enfadados o, incluso, en algunos casos, el desdén se apodere de nosotros. En este sentido la norma es clara: cuanto mayor intensidad emocional emite la otra persona (o grupo), más fácil resulta que acabemos sintiéndonos como ella. Y todo ello, claro está, sin que intervenga ningún proceso cognitivo de carácter superior. Aquí poco importa el intelecto, aquí lo primordial es lo corpóreo, los sentimientos que nos embargan.

Posiblemente, esto es así porque allá por los albores de la existencia, el primer organismo unicelular logró adaptarse y sobrevivir a su entorno gracias a cómo su “cuerpo” respondía a los requisitos externos. Con la necesidad añadida, que, para poder lograrlo, no podían existir “filtros cognitivos” que entorpeciesen una rápida respuesta. Esta es la base, seguramente, el factor de éxito, podríamos decir, que ha permitido que las emociones sean a día tan importantes para cualquier organismo vivo (especialmente para nosotros, los seres humanos). Porque, como bien dice Damasio, “la respuesta emotiva consiste en alterar el curso de la vida dentro del interior antiguo de los organismos. Estos dispositivos son los impulsos o instintos, las motivaciones y las emociones”. Y es aquí precisamente donde la homeostasis brilla con luz propia marcando la diferencia entre la existencia o no de un sentimiento o de una emoción. Las emociones determinan comportamientos. Los comportamientos acertados aseguran nuestra adaptación y, en consecuencia, nuestra supervivencia. Las emociones que inducen comportamientos erróneos o desadaptativos producen la desaparición del “organismo”, eliminando así cualquier posibilidad de volver a repetir que se vuelva a dar dicha emoción.

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