Archivo de la etiqueta: depresión

Pena.

Sentimos pena cuando tomamos conciencia de que lo que hubo o tuvimos pasó y no volverá. En ese preciso instante. Ni mañana, ni ayer, ni pasado mañana. La pena es una emoción del ahora. De este preciso momento. Instantánea. Nos da pena que las cosas finalicen, aunque hayamos pasado (y sigamos haciéndolo) los últimos tiempos deseando que llegase el día en que acabasen. Saber que lo que hemos vivido, tenido, sentido, o lo que sea que haya sido, ya no se podrá volver a repetir nos produce cierto malestar, el cual es más o menos profundo en función del “valor” sentimental que otorguemos a aquello que se ha terminado.

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Depresión y psicodelia

He de reconocer que hasta hace pocos meses no sabía demasiado sobre los diferentes estudios que se estaban realizando para determinar la efectividad de la psilocibina en trastornos como la depresión. En realidad, fue a través de un documental, «How to change your mind» («Cómo cambiar tu mente«, en castellano) cómo tuve constancia. En este, Michael Pollan explica qué drogas psicodélicas como el LSD y la psilocibina pueden representar un antes y un después en relación a los tratamientos utilizados hasta hoy para paliar los efectos de la depresión y otras enfermedades como, por ejemplo, la ansiedad, el estrés postraumático, los trastornos alimentarios y las tendencias suicidas.

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El signo de los tiempos

Aquellos de nosotros que hemos tenido la desgracia de sufrir un ataque de ansiedad, sabemos y entendemos perfectamente lo mal que uno se siente cuando le sucede. Por lo que, cuando contemplamos a alguien padeciéndolo delante nuestro sabemos de la inutilidad que representa intentar hablar y hacer que la persona racionalice lo que le está sucediendo. Poco importa que el detonante pueda parecernos (o que verdaderamente sea) fútil. Entre otras razones, porque éste no es más que la espita que hace prender la llama.

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Dopamina

La dopamina es un neurotransmisor que tiene como objetivo favorecer la comunicación neuroendocrina y que resulta fundamental en funciones tan importantes como la actividad motora, el comportamiento, la cognición, la motivación, la memoria, la emotividad, la afectividad, la recompensa, la atención, el sueño y el aprendizaje. Porque, según vamos envejeciendo también disminuyen nuestros valores de dopamina, lo que comporta, entre otras, una menor capacidad para movernos, pérdida de memoria y menor respuesta hacia la búsqueda de recompensas. Perder dopamina implica, por tanto, que empiecen a aparecer síntomas de tristeza, apatía y ausencia de deseo o ilusiones hacia posibles mejoras futuras.

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«Depresión de éxito»

Aunque la depresión sea una de las enfermedades mentales más frecuentes en nuestra sociedad, existe un tipo, la que conlleva el éxito, que es tan desconocida que, al apenas hablar de ella, acabamos convirtiéndola en más peligrosa que aquella otra de la que todos sabemos. Asociamos “depresión” siempre con fracaso, con un estado bajo de ánimo, con la tristeza extrema que comporta sentirse una mierda, con no poseer autoestima ni el mínimo atisbo de orgullo hacia uno mismo. La depresión modifica no sólo nuestra manera de comportarnos, también nuestros pensamientos, volviéndolos tan autolesivos que, en muchísimas ocasiones, acaba conduciendo a la persona que los tiene a desear suicidarse.

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¿Empatía = Debilidad?

Todos aquellos que cuando empezó la pandemia creímos que, con suerte, igual ésta al menos serviría para mejorar la sociedad en que vivimos, claramente nos equivocamos. Fue pronto cuando pudimos ver con cierta sorpresa como aquellos aplausos dedicados al personal sanitario de las ocho de la tarde, pasaron a ser en pocos meses insultos y agresiones hacia el mismo colectivo al que antes se aplaudía con fervor. Desde entonces, en mi opinión (siempre subjetiva) lo que ha ido sucediendo es que todos nos hemos vuelto todavía más egoístas y egocéntricos de lo que ya lo éramos con anterioridad. Seguramente la coyuntura social, local, nacional y mundial ayuda, pero creo que no lo justifica. Y esto que digo lo siento tanto en mi vida personal como, especialmente, en la laboral. En casi todos los ámbitos por los que me muevo, la cordialidad, las buenas maneras, lo de comportarse con cierta ética y el respeto a los demás se han extinguido al igual que antes lo hicieron primero los valores y mucho antes los dinosaurios. Y, como toda extinción, ha habido y habrá consecuencias…

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Educación emocional

La educación emocional es esa educación que muy pocas veces recibes en la escuela y que sólo unos pocos afortunados la obtienen en el seno de su familia. Porque, a pesar de que en los últimos años las emociones estén en boca de todos, seguimos sin saber educarlas. Algunos que simulan saber, hablan de gestionarlas, incluso (inocentemente, quiero pensar) de controlarlas, pero pocos son los que poseen las herramientas mínimas para hacerlo. Sin embargo, todos, incluso aquel más incompetente emocionalmente, es capaz de percibir cuando alguien pierde el control de sus emociones. Estamos programados para huir cuando esto ocurre. Pero casi nadie es capaz de realizar el mismo proceso perceptivo cuando se trata de uno mismo. Sabemos que nos hemos descontrolado emocionalmente cuando ya es tarde.

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¿Sirve de algo quejarse?

La queja aparece, generalmente, cuando ocurre algo que no se ajusta a lo que según nuestras expectativas debería o tendría que ser, produciendo entonces un malestar que, en función de su intensidad, puede provocar emociones que irán desde una leve tristeza o enfado, a la hostilidad o incluso la depresión.

En realidad, la función principal de la queja es la de iniciar un proceso de lucha. Es el impulso, esa energía extra, que necesitamos para levantarnos e intentar cambiar una determinada situación. El problema suele estar que, en la mayoría de las ocasiones, no acaba siendo ésta su función, sino que terminamos instalados en una queja eterna (de la que en ocasiones resulta casi imposible salir) y como dice el dicho: el árbol acaba impidiéndonos ver el bosque. Porque la queja tiene eso de terrible. Está “diseñada” para imponerse a todo sentimiento, a flotar y acaparar nuestra atención desplazando cualquier otro elemento (incluso, por importante que en ocasiones pueda llegar a ser). Y ya se sabe, una vez instalados en la queja, como esta se autoalimenta y nos retroalimenta, lo único que acabamos haciendo es quejarnos. Nada más.

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Opulencia

Cualquier comparación suele ser odiosa, pero si lo hacemos, si miramos nuestro estilo de vida y lo comparamos con el de nuestros padres, el de nuestros abuelos o el de nuestros bisabuelos, pronto nos daremos cuenta de que nosotros vivimos con un grado de comodidad que puede resultar incluso excesivo con respecto a todos ellos. ¿Excesivo?, ¿puede la comodidad ser excesiva? En mi opinión sí. Cuando la comodidad, el bienestar, deja de ser tal para convertirse en opulencia, entonces la cosa se descontrola, se degenera.

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Amabilidad

De un tiempo a esta parte, todavía no me explico la razón, la amabilidad se ha convertido en una rara avis. Y es que todos, en general, hemos dejado de ser amables. Y aunque podemos echarle la culpa a los efectos en nuestro cerebro de Internet (más que nada, porque está de moda hacerlo, con independencia de su validez y veracidad) o a la velocidad vital en la que nos hemos instalado (es lo que tiene haber construido una realidad donde absolutamente todo debe suceder al instante, un lugar donde las esperas han sido abolidas definitivamente…), lo cierto es que cada vez somos menos amables con los demás (y con nosotros mismos).

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