El Tiempo Regalado

Podemos entender la espera de dos modos, pero teniendo en cuenta que cada uno de ellos nos configurará emocionalmente de manera drásticamente diferente. Por un lado tenemos la espera que nos ayuda a crecer, esa que necesita de su tiempo para que lo que tenga que ser madure, para así, hacernos conscientes de su importancia. Si todo fuese fácil y rápido, seguramente, casi nada tendría valor, y nosotros como seres emocionales que somos necesitamos que todo tenga su importancia para poder sentir. Nuestra existencia está compuesta, fundamentalmente, de momentos de espera. Son esos momentos, como hemos dicho, los que le dan sentido a la recompensa, los que configuran y determinan los momentos significativos de nuestro pasado y, por tanto, determinan como será nuestro futuro próximo. Entradas atrás hablamos del test de la golosina, y como la capacidad de retrasar el momento de la recompensa podía determinar el nivel de control emocional que ese niño tendría años adelante como adulto. En palabras de Andrea Kölher; los ineludibles momentos de espera nos permiten valorar nuestro pasado, pero también configurar el futuro. No hay crecimiento ni auténtico desarrollo sin espera, la recompensa exige siempre cierto retraso, la gratificación inmediata termina casi siempre por dejarnos insatisfechos.

Este es el lado luminoso de la espera, el que viene ahora es el oscuro. La espera siempre duele. Es su manera de avisarnos de su presencia. El problema es, como hemos ido comentando en anteriores entradas, que no nos gusta el dolor y estamos “programados” para hacer lo que sea por evitarlo. Por lo que, con el tiempo, acabamos relacionando espera con sufrimiento y, en consecuencia, intentamos por todos los medios evitarla. De ahí que, cuando esto no ocurre, y la espera es inevitable, aparezca tras ella todo el espectro de emociones relacionadas con la ira y el miedo, como por ejemplo el anhelo, la irritación, el estrés, la impotencia y la insatisfacción, por nombrar solamente a las más “famosas”. La espera nos hace vulnerables. El que espera se debilita a cada segundo que pasa frente al otro. Cede su yo a aquel que lo hace esperar. Aquí es donde aparece la impaciencia. Al principio una respuesta. Con el tiempo una conducta aprendida transformada en rasgo de personalidad que favorece que la ira se instale en nuestros pensamientos, ocupándolos indefinidamente. Vernos obligados a esperar al otro nos recuerda su poder, siendo nuestra incapacidad o no para defendernos de su “ataque” lo que determinará la manera como tendremos de relacionarnos (no solamente con esa persona, sino también con el resto). Aprendemos a aceptar ser el que espera. Nos volvemos tan sumisos aceptando que nuestra vida se vea desperdiciada en interminables e innumerables momentos de espera, que incluso acabamos por aceptarlo. “Nuestro sino es esperar al otro”, nos decimos, al tiempo que algo se detiene en nuestro interior para no volver a ponerse en marcha nunca más. Porque lo que una vez fue cortesía, aceptación como muestra de educación y respeto, acaba convertido en un yugo que desde el primer momento aprieta fuerte para no soltar jamás. Vergüenza que acaba por llevar a bajar la cabeza de aquel que se ha acostumbrado a esperar, por tener miedo a ser abandonado, al tiempo que toma conciencia de que aquel que lo hace esperar no le ama como él lo hace por contra, ya que, de ser así, no sólo no se repetiría la espera una y otra vez, sino que seguramente no ocurriría.

Köhler, Andrea. El Tiempo Regalado: Un Ensayo Sobre La Espera. Editorial Libros del Asteroide. 2018.

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