Archivo de la etiqueta: tristeza

Inseguridad

Vivimos tiempos de inseguridad, momentos que incluso los más fuertes o los más ignorantes no son capaces de ignorar. Tiempos donde la confianza escasea, en los que las certezas son pocas y, de haberlas, se refieren mayoritariamente a potenciales peligros. Tiempos caracterizados por la falta de estabilidad y en los que la tranquilidad se ha convertido en una quimera, una esperanza, casi imposible. Dicen los más optimistas que no debemos hablar de crisis sino de oportunidades. Es posible que tengan razón, pero lo que también es cierto, es que cuando nos sentimos inseguros la posibilidad de que dicho sentimiento acabe convirtiéndose en vulnerabilidad tan enorme como su optimismo. Y ya se sabe, la vulnerabilidad es la antesala del miedo. Miedo no solamente al entorno, también, y quizás esto sea lo peor, hacia las propias capacidades para poder afrontar las posibles amenazas que se pergeñan en el horizonte. El miedo al fracaso es siempre peor que el miedo al peligro.

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“Resentisadisfacción”

La mezcla de emociones produce otras emociones. Algunas las hemos incorporado a nuestro vocabulario y por tanto les hemos otorgado existencia. Otras, por el contrario, aun estar latiendo a nuestro alrededor, siguen escondidas entre las infinitas letras que componen nuestro abecedario. Lo que no podemos nombrar, en cierto modo no existe. Esto es lo que sucede con determinadas emociones. Las sentimos, pero no sabemos nombrarlas o, por el contrario, lo hacemos con denominaciones poco precisas, lo cual, no hace más que acabar de enredar todavía más las cosas.

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Síndrome de Calimero

Cuando era pequeño había unos dibujos animados que daban en la tele donde el personaje, un tal Calimero, era un pollito negro a medio salir del cascarón, de hecho, parte de este lo llevaba de sombrero, de ojos grandes y tristones. Recuerdo que eran unos dibujos que no acaban de gustarme. No sé bien la razón, aunque posiblemente se debiese a que pasaban pocas cosas y la mayoría de estas no eran alegres. O quizás, porque el personaje siempre se estaba quejando de su mala suerte y todo parecía salirle mal. Aunque seguramente no era así y, como personaje principal que era, al final las cosas le acabasen yendo estupendamente. Mi memoria es bastante difusa y no he vuelto a ver ningún episodio desde entonces, pero quiero pensar que, por muy políticamente que fuesen por aquel entonces los dibujos animados (qué, comparados con hoy, lo era y bastante), no acabo de creerme del todo que sus creadores pensasen que, en principio, un “héroe” tristón y perdedor podría consolidarse como referente de la chiquillería (aunque teniendo en cuenta del éxito del correcaminos…). Pero lo cierto es que, seguramente sin proponérselo, ha acabado siendo el espejo de toda una (o varias) generación.

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Pena.

Sentimos pena cuando tomamos conciencia de que lo que hubo o tuvimos pasó y no volverá. En ese preciso instante. Ni mañana, ni ayer, ni pasado mañana. La pena es una emoción del ahora. De este preciso momento. Instantánea. Nos da pena que las cosas finalicen, aunque hayamos pasado (y sigamos haciéndolo) los últimos tiempos deseando que llegase el día en que acabasen. Saber que lo que hemos vivido, tenido, sentido, o lo que sea que haya sido, ya no se podrá volver a repetir nos produce cierto malestar, el cual es más o menos profundo en función del “valor” sentimental que otorguemos a aquello que se ha terminado.

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Futurofobia

El término “futurofobia” es un neologismo con que el autor, Héctor García Sánchez intenta describir el estado emocional de su generación producto de un desencanto por un no cumplimiento de unas expectativas. Si lo extrapolamos y generalizamos al resto de la población, la futurofobia se produce cuando aquello previsto no acontece y, en vez de reestructurar y actualizar nuevamente los objetivos en función de las nuevas circunstancias, nos empeñamos en perseverar en el mantenimiento de nuestros deseos. La futurofobia es negarse a aceptar que las cosas no son ni serán como lo habíamos planificado y preferir, en cambio, entrar en un estado de indefensión aprendida, de atribución causal y de que, el futuro, a partir de ahora, siempre será mucho más negro de lo que habíamos imaginado.

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La nostalgia “política”

Todo, absolutamente todo, si lo simplificamos hasta lo absurdo y desde un punto de vista subjetivo, puede ser clasificado en dos únicas categorías: lo bueno y lo malo. Ahora bien, ¿qué es lo bueno y qué es lo malo? Aquí es donde entraría en juego lo arbitrario, es decir, el punto de vista de cada uno de nosotros (en el presente caso será el mío el que suceda). Y digo todo esto porque a partir de ahora me voy a atrever a diferenciar dos tipos de nostalgias, la “buena” y la “mala”, intentando eso sí, argumentar las razones que me llevan a situar a cada una en tamaña categoría.

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El signo de los tiempos

Aquellos de nosotros que hemos tenido la desgracia de sufrir un ataque de ansiedad, sabemos y entendemos perfectamente lo mal que uno se siente cuando le sucede. Por lo que, cuando contemplamos a alguien padeciéndolo delante nuestro sabemos de la inutilidad que representa intentar hablar y hacer que la persona racionalice lo que le está sucediendo. Poco importa que el detonante pueda parecernos (o que verdaderamente sea) fútil. Entre otras razones, porque éste no es más que la espita que hace prender la llama.

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Dopamina

La dopamina es un neurotransmisor que tiene como objetivo favorecer la comunicación neuroendocrina y que resulta fundamental en funciones tan importantes como la actividad motora, el comportamiento, la cognición, la motivación, la memoria, la emotividad, la afectividad, la recompensa, la atención, el sueño y el aprendizaje. Porque, según vamos envejeciendo también disminuyen nuestros valores de dopamina, lo que comporta, entre otras, una menor capacidad para movernos, pérdida de memoria y menor respuesta hacia la búsqueda de recompensas. Perder dopamina implica, por tanto, que empiecen a aparecer síntomas de tristeza, apatía y ausencia de deseo o ilusiones hacia posibles mejoras futuras.

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Condenados a mirarnos el ombligo

Las nuevas tecnologías, la rapidez con la que todo se mueve y cambia hoy día, las urgencias cotidianas transformadas en incendios que se repiten y se repiten dándonos la sensación de que no hemos apagado uno que se ha encendido otro, la intrascendencia con la que nos relacionamos con la mayoría de personas que nos rodean… y un posible largo etcétera más, acaban provocando que acabemos imbuidos en nosotros mismos, contemplándonos desesperadamente el ombligo, incapaces ya no de empatizar, sino de simplemente prestar atención a los demás. Ni vemos, ni nos ven. Quid pro quo que todo lo arrasa dejando allí donde pasa un infinito desierto cada vez más difícil de recuperar.

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Déjà vu emocional. Dèja vu existencial

Sabes que te has hecho viejo en el mismo momento en que te das cuenta de que tu vida se ha convertido en una especie de eterno día de la marmota. O quizás sea antes, es decir, que en realidad nuestra existencia no sea más que eso: un eterno bucle que se repite con independencia del número de arrugas y canas que vayan apareciendo.

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