Emociones morales

Podemos definir las emociones morales como el resultado, medido en cuanto a bienestar o malestar, que sentimos tras “juzgar” las repercusiones que tiene una conducta (propia o ajena) tanto en nosotros como en los demás, en función de unos determinados preceptos marcados por las normas de la cultura y la sociedad a la que pertenecemos. Aceptar lo anterior supone asumir, por tanto, que será mediante las emociones como seremos capaces de interiorizar (hacerlas “de nuestra carne”) las normas culturales y sociales, o lo que es lo mismo “la somatización de la ética”. Lo cual, convierte a la cultura en el elemento principal que determinará cuáles serán nuestros sentimientos en relación a una determinada conducta, siendo, en consecuencia, las emociones morales las responsables de marcar los límites éticos de una persona (y, por supuesto, de la sociedad en la que vive).

Generalmente, consideramos que una acción es moralmente reprobable cuando sus resultados nos producen malestar. Por el contrario, sentimos que es moralmente aceptable cuando es la satisfacción la que nos embarga, siendo la intensidad del bienestar o del malestar, la que, como siempre, determinará la necesidad de evitar o realizar dicha conducta.

En realidad, las emociones morales se caracterizan por ser el resultado de la evaluación, ya sea en forma de juicio o de apreciación, que hacemos en relación a una situación basándonos en los principios éticos o de moralidad que tenemos interiorizados. Las emociones morales son la respuesta que nuestro cuerpo nos hace sentir (en forma de sentimiento agradable o desagradable) según el resultado de unas determinadas acciones (hayan sido éstas realizadas por nosotros mismos o por los demás), generando de esta manera dos tipos distintos de emociones morales. Por un lado, estarían aquellas que van dirigidas hacia otros, como el enojo y el asco moral, la gratificación, la indignación y el desprecio, y aquellas otras que lo hacen hacía uno mismo, como el remordimiento, el arrepentimiento, la admiración, la gratitud, la dignidad, la impotencia, el orgullo, la culpa y la vergüenza.  Entre las anteriores, también encontramos algunas emociones que podrían estar en los dos grupos, como por ejemplo la repugnancia, la compasión (autocompasión) y la satisfacción (propia y en relación a otros). Todo lo cual ayuda a la hora de regular los comportamientos en sociedad, siendo en realidad la principal diferencia entre ambas el efecto que tienen para nuestra autoestima. (Generalmente la pérdida o ganancia de autoestima vendrá mucho más condicionada cuando la acción la realicemos nosotros, que cuando la lleven a cabo los demás, siendo esta, probablemente, la razón por la que emociones como la culpa, la vergüenza o el orgullo poseen tanto “poder”).

En resumen, debemos ser conscientes de que actuamos o nos afiliamos a determinados grupos, en función a como dichos actos o afiliaciones nos hagan sentir. Lo cual, irremisiblemente, convierte a las emociones morales en algo así como “catalizadores” del propio egoísmo, al impedir con su presencia en nosotros, que, por el simple hecho de satisfacer un deseo, acabemos quebrantando el código ético (personal o del grupo). Es por esto que las emociones morales regulan y definen nuestra conducta y, por consiguiente, nuestra personalidad o forma de ser, lo cual, finalmente, hará que seamos más o menos adaptativos al medio social en el que nos estemos moviendo.

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