Desde siempre se nos ha dicho que construimos nuestra memoria a partir del impacto que tienen sobre nosotros las distintas vivencias que experimentamos en nuestra vida. Aquellas que representan un mayor impacto emocional, en principio, perduran durante más tiempo en forma de recuerdos. Las que menos, simplemente desaparecen o no son registradas.
A partir de lo anterior, se infiere que nacemos sin memoria, que la ésta es algo que se construye a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, de un tiempo a esta parte cada vez se habla más de la “memoria genética” que, por lo visto, es una memoria que vamos construyendo integeracionalmente a partir de experiencias comunes de nuestra especie, la cual se va incorporando en nuestro genoma transmitiéndose por lo tanto a nuestra descendencia. La memoria genética es, en consecuencia, una memoria que no surge de una experiencia sensorial propia, sino que lo hace de aquellas experiencias vividas como especie y que consolidarla puede representar una ventaja adaptativa o, lo que es lo mismo, mayores posibilidades de supervivencia.