El orden del tiempo

38.Rovelli, Carlo - El orden del tiempo.jpegEl tiempo, ese compañero silencioso que ha estado a nuestro lado desde el principio y que lo estará hasta el final. El único fiel. Lealtad despiadada que nunca descansa, que siempre continúa avanzando impertérrito, sordo a nuestros llamados para que en ocasiones se detenga o  pase presto. Ese, que de tanto permanecer junto a nosotros  creemos conocerlo hasta que de repente alguien nos pregunta sobre él. Es entonces cuando descubrimos que lo poco que sabíamos no era cierto, que esos atributos suyos que tanto nos interesan, el pasado y el futuro, en realidad no lo adornan y que somos nosotros los que vamos pasando y no él.

Seguramente, la primera idea que se nos viene a la cabeza cuando pensamos sobre el tiempo es la imagen de un reloj. Da igual del tipo que sea, cada uno según la época en la que le ha tocado vivir o sus preferencias, imaginará un reloj de sol, uno de arena, cuadrado, digital, redondo, de cuco o allá arriba en la torre de la plaza mayor, pero todos creemos a pies juntillas que esto siempre ha sido así. Que el “reloj no marques las horas” de la canción, siempre estuvo ahí para medir el paso del tiempo, para organizarnos la existencia a modo de agenda, cuando en realidad esto sólo ocurre desde antes de ayer. Y es que la manera como nuestros antiguos concebían las horas cuando no tenían reloj que se las ordenase, estuvo siempre condicionada a la estación del año. En verano el tiempo se dilataba, haciendo que las horas durasen más. En cambio en invierno, éstas se mostraban estrechas y esquivas, y a la que venías a darte cuenta, era de noche de nuevo y poco más se podía hacer. Ellos entendían en tiempo en forma de luz, alegría y luminosidad en verano, y cierta tristeza e intranquilidad en invierno.

Tiempo y emociones siempre han estado unidos. Basta para pensar durante un instante en cómo nos sentimos, para ver la manera que tiene el miedo de detener los segundos, alargándolos hasta hacer que lleguen a atragantársenos mientras pensamos que nunca pasarán. O la ira, con su inmediatez en la que basta un simple instante para desencadenar una historia que más tarde la culpa transforma en dolorosa continuidad. En cambio hay otras como la alegría que vuelve al tiempo ligero como una brisa estival que nos acaricia el rostro refrescándonoslo, o el fluir, que logra incluso hacernos creer que lo ha hecho desaparecer. No existe el paso del tiempo cuando flotamos entretenidos por nuestro buen hacer. Todo lo contrario que con el aburrimiento, donde la amargura se instala en nuestra alma retorciéndola con su monotonía. Son por tanto las emociones las que dotan de significado al tiempo y no al contrario. Sin ellas éste no existiría y la vida sería un simple balanceo en el que nada cambia por mucho que vayamos de adelante a atrás. Presente continúo absorbiendo un pasado y futuro que la física se empeña en decir que no existen sin la presencia de la matemática, mientras nuestro cuerpo nos confirma todo lo contrario mediante los distintos sentimientos.

Solo existe por tanto un presente subjetivo dibujado por su emoción correspondiente, y de nosotros depende que el trazo sea más grueso o fino. Lograr que el tiempo se desdibuje, dándole la razón a los físicos, debería ser nuestro objetivo vital. Hacer que el presente no se eternice desenfocando presente y futuro, y que las emociones se sucedan sin que ninguna acabe estancada, estoy convencido, es garantía máxima de absoluto y eterno bienestar.

Rovelli, Carlo. El orden del tiempo. Anagrama. 2018.

 

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