El algoritmo de la felicidad

No creo demasiado en la existencia de algoritmos ni otras fórmulas más o menos “mágicas” que expliquen o determinen la felicidad. Ésta, mi opinión, está basada en mis propias experiencias, en la realidad que observo (o quiero observar) y que, por tanto, me define. De hecho, estoy plenamente convencido de que, cuando nos proponemos “encontrar” la felicidad, nunca lo conseguimos, que únicamente aparece cuando no la esperamos, sin avisarnos, silenciosamente, por lo que, lo que realmente hacemos es echarla de menos cuando nos ha abandonado. Entiendo la felicidad como uno de esos estados anímicos sobre los que tomamos conciencia únicamente cuando han pasado (con el peligro de desvirtualización que ello implica, puesto que todo recuerdo, y lo que realmente fue, no siempre se compadecen). Al menos yo, no me paro de repente y me digo a mí mismo “soy feliz”, sino que, lo que suele sucederme es que, al examinar las distintas situaciones (con independencia de si son más o menos recientes) y, probablemente, tras compararlas con mi situación actual, es cuando tomo conciencia de que fueron o son momentos felices, tristes, de ira, de miedo, vergüenza, etc.

Creo que, quizás por su proximidad, solemos confundir felicidad con alegría gracias a que ambas nos generan una alta dosis de bienestar. El error está en incluir a la felicidad dentro del grupo de las emociones, cuando, seguramente (en mi humilde opinión), se trata más de un estado de ánimo. De ahí que resulte complicado asociarla a un momento presente concreto y exacto, y sí a un conjunto de situaciones, el resultado de las cuales desemboca en el sentimiento de felicidad. En cambio, lo que sucede en el caso de la alegría (y también en el resto de emociones) es que, debido a que su función es alertarnos, decirnos en todo momento lo que sucede (y nos sucede), si que poseen un carácter más de presente absoluto. Estamos alegres, tristes, asustados o avergonzados, por poner algunos ejemplos, ahora. Lo sentimos en este preciso momento (aunque los desencadenantes pertenezcan al pasado o al futuro, eso aquí no es lo importante) y sólo la aparición de otra emoción más intensa, acaba por cambiar la manera en cómo nos sentimos. De aquí, quizás, que el autor nos diga que la felicidad en un pensamiento. Las emociones no son un pensamiento (aunque puedan estar generadas por pensamientos), sino un sentimiento que está circunscrito a nuestro cuerpo, a lo que sentimos, cuya misión es la de informarnos sobre los diferentes cambios que se producen tanto en nosotros como, fundamentalmente, en nuestro entorno. Lo que sí que comparte la felicidad con las emociones es que, habitualmente, cuando desaparece aquello que la produce (incluidos los pensamientos), ésta también deja de estar presente, y que, de prologarse en el tiempo, ambas acaban por afectar la manera como evaluamos y construimos nuestra realidad.

Tampoco estoy muy convencido sobre si el estado por defecto de la felicidad tiene lugar durante la infancia. Se de personas que han sufrido infancias que no han sido para nada felices y, en cambio, durante su etapa de adultos sí. Lo que ocurre es que, probablemente, tendemos a idealizar el pasado. Aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor” no suele ser verdad. Lo que acaba siendo “mejor” es nuestro recuerdo, el cual suele acabar “contaminado” por posteriores comparaciones con otros momentos y emociones sentidas. Pero, como ya he dicho repetidamente, esta es únicamente mi opinión, probablemente (o no) equivocada.

Gawdat, Mo. El algoritmo de la felicidad. Planeta. 2018.

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