Emociones políticas 2

Cualquier sociedad aspira (o en sus inicios lo hizo, posiblemente visto los resultados de forma utópica) a que la emoción que una a todos aquellos que la componen sea el amor. Diferentes investigaciones han demostrado que, si existe una emoción importante para el bienestar de las personas, esta no es otra que el amor. Basta con recordar, a modo de ejemplo, la teoría del apego de Harlow, que nos muestran que es el amor es la emoción responsable de unir emocionalmente a las personas. En el caso concreto de los bebes, bien canalizada, los impulsa hacia la empatía, hacia el establecimiento de un interés verdadero y no egoísta en relación a la otra persona (que no la vea únicamente como un modo de lograr un fin, alimento, calor, etc.). En cambio, en la mayoría de las sociedades (desde las familias hasta las naciones) la cohesión grupal se construye a partir de sentimientos como el de “amor a la patria”, los cuales se conforman, principalmente, gracias a la emoción del orgullo. El orgullo es el “pegamento” esencial que garantiza y afianza un verdadero sentimiento de pertenencia a un grupo. Sin embargo, la diferencia entre “amor” y “orgullo” resulta más que evidente. Mientras que el primero produce una visión de igualdad entre las personas, favoreciendo la cooperación, la fraternidad y las conductas altruistas, en cambio, el segundo, se asienta en la diferencia y la competición, es decir, en aquello que hace superior a una persona per el único motivo de pertenecer a una nación, grupo, colectivo, familia, etc. Mientras que el amor une, el orgullo individualiza y nos convierte en islas, al fomentar únicamente la obligación de “defendernos” de todo aquello que pueda empequeñecernos.

Hacemos pocas cosas por amor. Incluso me atrevo a decir que a veces el amor hasta nos avergüenza. Quizás el problema esté en que no sabemos utilizarlo. Son tantas las ocasiones en que lo convertimos en culpa, en victimismo, para conseguir que la otra persona actúe como queremos que ya ni nos damos cuenta. Y por si esto fuese poco, sin darnos cuenta, mediante aprendizaje vicario, hemos interiorizado que todo resulta más rápido si echamos mano de emociones como el miedo y la ira. Si queremos que alguien obedezca una norma, lo castigamos de manera contundente en caso de saltársela. La pedagogía no tiene cabida en la gran mayoría de sociedades. Resulta más fácil infundir el miedo. Entonces todo el mundo parece ir recto y la obediencia se impone. El problema es el sustrato emocional este tipo de emociones dejan. Olvidamos que construir sobre emociones basadas en actuar para evitar sentir malestar solamente conduce al dolor. Y así, lenta pero inexorablemente, cada vez estamos más inmersos en una sociedad donde predominan emociones como la codicia competitiva y el deseo de destacar sobre los demás. Hacemos cualquier cosa para sobresalir, incluido ponernos en peligro. Sociedades donde el poder de las redes sociales y su imperiosa obligación a que todo haya de ser inmediato, están desequilibrando no sólo a los pueblos, sino también a las familias. Todo esconde un interés en forma de placer inmediato. Si no hay premio, no interesa, produciendo así el efecto contrario al deseado. La desunión es la norma. El individualismo y el egoísmo son leyes. Mandamientos sin los que parece imposible sobrevivir socialmente cuando, en realidad, no son más que lastres disfrazados de boyas que cada vez nos hunden más en la tristeza que genera tomar conciencia de que se está solo.

Nussbaum, Martha. Emociones políticas: ¿Por qué el amor es importante para la justicia? Editorial Paidós. 2014.

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