Perfeccionismo = Sufrimiento

Cada vez lo tengo más claro: la vida es más sufrida para todos aquellos que somos en cierto modo unos perfeccionistas. Necesitar hacer las cosas perfectas (no solamente bien, sino perfectas) implica mucho más dolor que satisfacción. Las razones son múltiples. Una que no suele bastarnos con hacer las cosas bien de vez en cuando, sino que necesitamos hacerlas bien siempre. Y cuando digo siempre, es SIEMPRE. Lo cual, como todos sabemos, no siempre es posible, entre otras muchas cosas, porque tampoco nos conformamos con un determinado nivel de exigencia, sino que lo vamos subiendo y subiendo, hasta que resulta muy complicado mantener un “cierto estándar” de “calidad”. Esta sería la segunda razón: el nivel de exigencia nunca suficiente de los que tenemos la “maldición” de ser unos perfeccionistas.

Sin embargo, el principal problema de las personas perfeccionistas, en mi humilde opinión, es la (seguramente) sobrevalorada autoimagen que tenemos de nosotros mismo. Nos vemos como seres perfectos que buscan la perfección, olvidándonos de que no hay nadie que sea perfecto en este mundo. Que la perfección no existe, y en caso de hacerlo, no está entre las virtudes o cualidades de los seres humanos que, para bien o para mal (en el fondo, y aunque pueda parecer incongruente con alguien perfeccionista, algo muy dentro de mí me dice que es para bien), nos tenemos que conformar, asumir sería posiblemente el término, que ni todo ni siempre puede hacerse perfecto. Porque los seres humanos llevamos la imperfección en lo más básico de nuestra esencia. Estamos configurados desde la imperfección, lo cual, a cambio, nos ofrece un inmenso regalo: permitirnos “gozar” de los parabienes que nos ofrece la creatividad y, no menos importante, sentir, tener la impresión de que vivimos en cierta imprevisibilidad, la cual nos hace olvidarnos de que todo está determinado, que todo está definido, que la historia nació estando escrita.

Ser perfeccionista es exigir, a nosotros y a los demás, la perfección. Hecho que únicamente conduce a sufrir uno mismo y a hacer sufrir a los que nos rodean. Porque nadie, empezando por nosotros, lograremos jamás alcanzar la imagen hiperidealizada que tenemos de todo aquello que nos rodea o creemos que controlamos. Porque quizás aquí resida otra de las razones que decíamos hace un rato: el control, o para ser más precisos, la necesidad que todos (los perfeccionistas mucho más) de controlar nuestro entorno. Y todo ello no hace más que alejar de nuestra vida cualquier posibilidad de amor. Resulta difícil quererse si estamos convencidos que no somos lo que desearíamos ser. Resulta complicado querer a otro si sentimos que jamás cumplirá con las expectativas que tenemos. Obligar a ser o que sea lo que no puede en verdad ser únicamente conduce a la frustración. Y, como muy bien sabemos todos, la frustración significa dolor y sufrimiento. Cuanta más frustración, mayor sufrimiento.

Y por si todo lo anterior fuese poco, habitualmente el perfeccionismo es visto por los demás, más como una patología, como un inconveniente, que como una virtud o un don. Estar encadenado a alguien con un nivel de exigencia poco realista suele ser cansino, fatigador. Se suele  huir de aquellos que exigen la perfección. No sólo por la imposibilidad de poderlos contentar, también (y quizás sea ésta la razón primordial) porque se empeña en recordarnos nuestra imperfección. A nadie le gustan los espejos que nos hacen “feos”.

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