Elogio de la lentitud

Vivimos en la “edad de la velocidad”. Si en la primera mitad larga del siglo XX, antes de la irrupción de Internet, las cosas habían empezado ya a acelerarse, con la irrupción de las nuevas tecnologías todo ha acabado saliéndose de madre. Sin darnos cuenta construimos nuestro día a día a golpe de clic, una cosa detrás de otra, incluso varias a la vez, sin descanso, sin pausa, sin detenerse ni un instante a meditar sobre la locura en que estamos convirtiendo nuestra existencia.

Estamos construyendo una sociedad en la que hemos equiparado velocidad con eficiencia, al tiempo que vamos dotando de connotaciones negativas a todo aquello que tiene que ver con la lentitud o con hacer las cosas a conciencia (es decir, en su tiempo justo y necesario). Interpretamos lento como torpe, indolente o falto de interés. Preferimos las cosas rápidas (la comida, la educación, el trabajo, las relaciones sociales, el tráfico, etc.) aunque ello comporte después tanto una insatisfacción como una pérdida de tiempo mayor que si las hubiésemos hecho más tranquila y cuidadosamente. Sin darnos cuenta, hemos olvidado aquello de «vísteme despacio que tengo prisa” y hemos transformado nuestro día a día en una gigantesca agenda donde la posibilidad de un espacio vacío, un “tiempo muerto”, resulta no solamente imposible sino además doloroso.

Nos enfadamos si alguien entorpece nuestro quehacer. La imposibilidad de aceptar que las cosas no siempre son como desearíamos, nos hace entender la espera como una ofensa. No hay ni tiempo ni lugar para la cortesía, aquello de “pase usted primero”, si no que todo es un “yo antes que tú”, un “apártate que tengo prisa”, que no solamente nos vuelve más solitarios (es lo que tiene el egoísmo y la egolatría), sino que además, nos hace más intolerantes, menos empáticos y con más posibilidades de que la ira y sus primas hermanas la hostilidad y la violencia se apoderen de nosotros.

Y con todo esto no estoy diciendo que, por defecto, la lentitud sea algo positivo o mejor que la rapidez. No. Lo que intento decir es que todo, absolutamente todo, llevado a extremos resulta altamente perjudicial. Todo en la vida debe tener su tiempo. El problema es determinar eso mismo: el tiempo de cada cosa, de cada persona, de cada lugar o situación. Sobre todo si la tiranía del reloj en forma de presunta productividad ha acabado por apoderarse de nuestros pensamientos y conductas y, por ende, de nuestras emociones. Vivimos para estar continuamente “produciendo”. Es decir, acabamos muriendo si haber sido capaces de saborear nuestra existencia. Como cuando hacemos continuamente clic para pasar de una página web a otra sin terminar nunca de interiorizar las que vamos dejando atrás, guiados únicamente por la presunta certeza de que delante nuestro siempre nos esperan una infinitud de situaciones, de momentos vitales. Lo cual, indefectiblemente, nos lleva a olvidar que si pasamos por ellos sin experimentarlos realmente es como si jamás los hubiésemos vivido. Porque, si nos paramos a pensar, si intentamos recuperar recuerdos de nuestro día a día en los últimos años, pronto descubriremos que no hay nada más que vacío. Este es el precio que comporta haber transformado nuestra existencia en una inmensa rutina vivida a toda velocidad, que sólo deja espacio a los traumas (por que los buenos momentos, al pasar tan rápido casi que acaban sin ser tales), impidiendo así que podamos ser mínimamente felices.

Honoré, Carl. Elogio de la lentitud. RBA Libros. 2008.

Etiquetado , , , , , , ,

Deja un comentario