Generalmente, pensamos en las emociones como algo estable y continuo que tiene lugar siempre de la misma manera. Sucede la situación “A”, tenemos el pensamiento “P”, realizamos la conducta “C”, y et voilà, la emoción acontece. Pero, en realidad, sabemos que el proceso no es verdaderamente así. Todos somos conscientes que, en determinadas situaciones, estados, e incluso con personas concretas, su presencia puede actuar de amplificador de las emociones que sentimos (también de amortiguador). Todos nosotros hemos tenido la desgracia de vivir situaciones donde, por haber tenido un día complicado en el trabajo, porque las cosas no se han dado como esperábamos o, simplemente, porque nos vemos obligados a consentir un determinado escenario indeseado, la cosa se nos escapa y nos dejamos llevar. La culpa posterior suele ser un buen indicador de dichas situaciones. ¿Es posible impedir que ocurran? ¿Podemos ser capaces de gestionar nuestras emociones para que éstas no nos gestionen a nosotros? En teoría, sí. En la práctica… la cosa no está tan clara, ni es tan sencillo.