Aquellos de nosotros que hemos tenido la desgracia de sufrir un ataque de ansiedad, sabemos y entendemos perfectamente lo mal que uno se siente cuando le sucede. Por lo que, cuando contemplamos a alguien padeciéndolo delante nuestro sabemos de la inutilidad que representa intentar hablar y hacer que la persona racionalice lo que le está sucediendo. Poco importa que el detonante pueda parecernos (o que verdaderamente sea) fútil. Entre otras razones, porque éste no es más que la espita que hace prender la llama.