El signo de los tiempos

Aquellos de nosotros que hemos tenido la desgracia de sufrir un ataque de ansiedad, sabemos y entendemos perfectamente lo mal que uno se siente cuando le sucede. Por lo que, cuando contemplamos a alguien padeciéndolo delante nuestro sabemos de la inutilidad que representa intentar hablar y hacer que la persona racionalice lo que le está sucediendo. Poco importa que el detonante pueda parecernos (o que verdaderamente sea) fútil. Entre otras razones, porque éste no es más que la espita que hace prender la llama.

En realidad, ninguno de nosotros (a veces incluso quien lo padece) tenemos conocimiento de cuál es el acumulado que pueda llevar la persona y que, sin duda, es el verdadero responsable del desagradable episodio. En mi caso, en situaciones así, me limito a intentar dar compañía. A hacer que la persona se sepa acompañada. Nada más. Soy plenamente consciente que no es mucha la ayuda que le presto, pero por experiencia (causa motora de nuestras futuras conductas), también sé que preguntar, darle vueltas a la situación, únicamente provoca que el ahora se instale con más fuerza, siendo precisamente dicho presente el que interesa dejar atrás lo antes posible para que, por fin, la persona pueda recuperar cierta normalidad.

El problema suele estar en que cada uno de nosotros, para bien o para mal, aprendemos por nuestra cuenta a gestionar todo aquello que nos sucede. A dar mayor o menor importancia a los pensamientos que van sucediéndose, a su hilazón y al “tejido” más o menos vistoso que estos acaban componiendo. El cual en ocasiones logra “abrigarnos”, mientras que, en otras en cambio, termina por desprotegernos todavía más. De hecho, lo que suele suceder es que acabemos fijándonos en los más próximos, que busquemos modelos que seguir, lo cual, como la mayoría de nosotros bien sabemos, no suele ser casi nunca garantía de éxito futuro. Y no solamente porque no siempre lo que le sirve al otro, por defecto, deba servirnos a nosotros, sino porque tampoco nadie nos asegura que el proceder ajeno sea más correcto o efectivo que ese otro que realizaríamos nosotros por motu proprio (me da que, posiblemente, son más las veces que acaba siendo más pernicioso imitar que beneficioso o útil).

En todo caso, lo que me sigue sorprendiendo de las emociones es que, a pesar de su inmediatez, de su instantaneidad (son muchos los manuales que nos dicen aquello de que son “una respuesta inmediata a un determinado estímulo con objeto de garantizar nuestra supervivencia”), en estos días sean más las que nos sobrepasan que las que nos ayudan, marcando así el actual signo de los tiempos. Ocurriendo casi todas principalmente por acumulación de acontecimientos. Por ese ir amontonando situaciones desagradables, de esas que nos provocan malestar sin que sepamos ni tengamos las herramientas necesarias para poder afrontarlas, inhibirlas o sencillamente quitárnoslas de encima. De aquí quizás la razón de que la depresión, la ansiedad (ya sea en forma de ataque incapacitante, de estrés o de desajuste alimentario), el odio en forma de hostilidad y las fobias predominen tanto como lo hacen hoy día. ¿Quién no conoce a alguien próximo que no esté “poseído” por alguna de ellas? Porque, desgraciadamente, las cuentas son muy claras: si la tendencia siempre fue que hubiera más emociones negativas o desagradables que positivas o agradables, hoy, además, no nos conformamos con que sean el miedo, la tristeza o la ira, sino que, sin darnos cuenta estamos tendiendo a que sean sus “primas tóxicas” las que acaben por afectarnos, por lo que, si antaño ya contábamos con pocos recursos para hacerles frente a las originales, con las nuevas… muy poco podemos hacer.

Etiquetado , , , , , , , ,

Deja un comentario