El instante preciso

07.InstanteUn día las cosas deciden torcerse y a partir de ahí, por mucho que te empeñes en enderezarlas, lo único que consigues es torcerlas aún más. El recuerdo de aquel instante preciso en que todo empezó permanece grabado en mi memoria. Ese momento de no retorno en el que el mostrador de los sueños baja por primera y última vez la persiana provocando que la oscuridad difumine cualquier atisbo de color. Que inflexible, te dice que ya nada sería igual.

Por aquel entonces yo era un tipo normal, con una vida normal, un trabajo normal y una familia normal. Resulta dolorosamente curioso la manera como las obligaciones cotidianas pasan a ser anhelos cuando no podemos seguir haciéndolas. Llevar los niños al cole fue la primera pérdida colateral. El accidente de moto que me dejó anclado en casa tuvo parte de culpa. El resto podríamos repartirlo a partes iguales entre mi propia incapacidad para adaptarme a los cambios y la crisis económica que no me lo permitió. Un día pasé de entrar en el ordenador del trabajo para revisar los primeros correos electrónicos del día, a hacerlo en mi cuarto con la esperanza de leer esa oferta de trabajo que me devolviese al mundo de los útiles.

Nos pasamos gran parte de nuestra vida creyendo que estamos labrándonos un futuro, que ese agujero que estamos abriendo son los cimientos sobre los que edificaremos nuestra existencia. De ahí que cavemos sin descanso. Convencidos de que lo hacemos hacia arriba cuando en realidad, según vamos depositando tierra por encima nos hundimos un poco más. Un primer gesto de impotencia transformado en envidia. El no poder parar de preguntarnos que hemos hecho mal. Por un lado la culpa, por el otro la rabia hacia aquellos afortunados que continúan su existencia normal. Infinitos reproches que se nos clavan por todas partes como cuchillos afilados en el queso tierno, dejando agujeros que una vez abiertos ya no podrán ser tapados. Justo aquí es cuando el peor de los silencios se impone. Ese que nace del desdén. Si los demás no me entienden, si nadie está dispuesto a echarme una mano para que pueda salir del agujero donde me encuentro, ¿por qué tendría yo que ponerme en su lugar?

La invisibilidad suele ser el siguiente paso. Al principio propiciada por nosotros mismos. La vergüenza y el orgullo juegan un papel importante. En lugar de pedir ayuda, escondemos nuestra pérdida para después quejarnos de haber sido abandonados. Y el agujero se va haciendo cada vez más profundo. Del ejército de amigos con que creíamos contar, ya sólo restan los pocos que todavía son capaces de seguir escuchando nuestras quejas infinitas. Letanía insoportable que solamente trae más oscuridad y dolor. Que sólo sirve para perpetuar el regocijo morboso con que solemos acompañar las penas cuando no somos capaces de superarlas. Exhaustos de cavar en dirección equivocada,  palada a palada, en vez de emerger, nos alejándonos de cualquier atisbo de esperanza. Y llega el golpe de gracia: en mi caso cuando mi mujer, hastiada, me dijo que había decidido no acompañarme en mi particular descenso a los infiernos. Ese suele ser el pistoletazo de salida que hace que la amargura se suba a nuestros hombros con el único afán de sumergirnos todavía más en la oscuridad. Aquí dejamos de cavar. El trabajo ya está terminado. El peso enorme instalado sobre nuestros hombros así lo indica. La poca luz que nos llega sólo sirve para hacernos saber que la salida queda tan lejana que no vale la pena intentarlo. Y es entonces que regresa a la memoria, una y otra vez, aquel instante preciso en que todo comenzó: la alarma del reloj despertador informándonos que son las siete y que toca llevar los críos al cole.

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