Velocidad del tiempo

Recuerdo días en los que el tiempo parecía dar de sí. Una época en la que tenía tiempo para casi todo. Donde todo era posible temporalmente hablando. Días horizontales, incluso a veces en subida, donde todo tenía su ritmo, generalmente lento, adecuado. No sé muy bien cuando todo cambió, aunque tengo mis sospechas, pero de unos años a acá, el horizonte se ha inclinado y todo parece ir cuesta abajo. Imposible planear, y aun no haciéndolo, todo se desarrolla de manera precipitada, a la carrera. Los días pasan y pasan cada vez a mayor velocidad y nada podemos hacer para enlentecerlos. En caída libre, voy arrancando simbólicamente las hojas de un calendario que, aun habiéndolo acabado de estrenar, sin darme apenas cuenta llega a su final. Cubo que se vacía. Globo que se deshincha. Agotamiento. Frustración y nostalgia.

Vivimos tiempos de sobre estimulación. Son tantas las posibilidades. Como uno de esos juegos donde las imágenes se suceden a toda velocidad y únicamente cuando aprietas el botón éstas se detienen dejando únicamente una a la vista. Decepción que nada tiene que ver con la suerte que nos haya tocado, sino con la constancia inexorable de todas las posibilidades que se escaparon. Hoy día tenemos tantas cosas a nuestra disposición, tantas posibilidades irreales, que tengo la sensación de estar nadando corriente abajo, viendo pasar el paisaje sin ser capaz de distinguir nada concreto en la orilla, preocupado como estoy en no chocar con los innumerables obstáculos con que me voy encontrando.

Recuerdo aquellos tiempos donde la misma cinta de casete bastaba para pasar varias semanas. Donde la pila de libros era abarcable. Donde todo parecía estar diseñado para que nos diese tiempo a poderlo llevar a cabo. Hoy en cambio, son tantas las opciones que pasamos el tiempo ordenándolas, clasificándolas, atisbándolas clic a clic, pero sin profundizar. Como un gran buffet libre donde las posibilidades impiden poder saborear verdaderamente un único plato, impelidos como estamos en intentar abarcarlos todos. Quizás sea este el problema del tiempo que nos ha tocado vivir. O quizás sea estar entrando en la vejez, como mis padres aseguran con cierta tristeza. Pero lo cierto es que el tiempo se nos escapa a toda velocidad. Como gotas de agua bajo un chaparrón. Lo vemos pasar sin ser capaces de poderlo disfrutar o, al menos, sin hacerlo como antaño, donde todo parecía tener su momento preciso y concreto. Vivimos en un tiempo de aceleración continua y continuada. Donde hasta nuestra respiración se ha contagiado de la ansiedad que produce observar como todo sucede sin que verdaderamente podamos ser protagonistas. Estrés producido por la eterna sensación de que por mucho que corramos jamás llegaremos a poder ponernos a la altura de los acontecimientos, y que, de lograrlo, tampoco seremos capaces de mantener el paso durante demasiado tiempo. Tristeza al tomar conciencia que de nada sirve saber que si abrimos el abanico tendremos mayores opciones. Frustración al ser conscientes de que nada sirve la opulencia si no podemos disfrutar de ella. Más bien todo lo contrario. Rabia al comprobar que, empeñados como estamos la mayoría en tenerlo todo, finalmente, nos quedamos con nada. Con esa desagradable sensación de estar siempre corriendo para no llegar a ningún lado. Y es quizás por todo lo anterior, que a cada día que pasa añoro más la tranquilidad de antaño. El problema es sé que jamás seré capaz de descubrir cómo lograr volver a recuperarla.

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