Hacer el mal

Todos nosotros, en un momento u otro de nuestra existencia, somos más o menos malvados. Es nuestra propia necesidad de supervivencia la que nos lleva a hacer el mal, obligándonos al mismo tiempo, a buscar herramientas que mitiguen en lo posible el malestar que ello nos provoca. Porque a casi nadie le gusta sentirse malvado (las excepciones forman parte de eso que solemos denominar psicopatología). Estamos diseñados para querernos, para vernos a nosotros mismos como seres casi perfectos, dioses terrenales, a quienes normalmente nos tienen que demostrar que nos hemos equivocamos y, aun así, son más las ocasiones en que a pesar de todo, logramos evitar prestar atención y salvaguardar así ese ego que representa nuestra principal posesión y por el que estamos dispuestos a casi todo con tal de protegerlo hasta el día de nuestra muerte (aunque todos conocemos casos que lo han conseguido proteger incluso mucho tiempo después de morir).

Si algo singulariza especialmente el mal es su carácter subjetivo. Solamente cuando creemos (individual y colectivamente) que algo es malo, éste realmente lo acaba siendo. Nuestra convivencia social determina las normas que hacen que algo sea considerado bueno o malo, positivo o negativo. De ahí que existan tantas incongruencias. En condiciones normales, matar o dañar a otro ser humano es sinónimo de maldad, sin embargo, en periodos de guerra o en defensa propia, deja de serlo. Porque el mal es uno de esos elementos primordiales que nos configuran, diferencian y determinan como seres humanos. Los animales y resto de organismos vivos que pueblan nuestro planeta no son malvados. Actúan movidos por la necesidad, y eso los vuelve “nobles”, dignos al carecer de egoísmos, de envidias, orgullos y demás “pecados” que en la mayoría de ocasiones nos mueven a nosotros los seres “humanos”. Porque el mal  no es más que la suma de dos “ausencias”, de olvidar o dejar de percibir la condición de individuos en los demás, y la pérdida de humanidad. Son la desinvidividualización y la deshumanización las que convierten a una persona en malvada, o quizás sería más preciso decir, que son las responsables de permitirle actuar de forma malvada.

Evolutivamente hemos elaborado mecanismos que han hecho posible que podamos matar o llevar a cabo actos horribles y así asegurar nuestra supervivencia. Necesitamos alimentarnos, asegurar nuestra descendencia, por lo que también nos vemos obligados a dejar de tener conciencia en pos de construirnos un futuro. Como todos los seres vivos, estamos obligados a hacer todo aquello que garantice nuestra supervivencia. La diferencia con el resto es que a nosotros no siempre nos mueve una necesidad verdadera, por lo que hemos aprendido a ser capaces a justificar nuestra maldad o, en caso de que ésta se injustificable, obviarla y eliminarla de nuestros pensamientos liberando así a nuestra conciencia de cansina presencia. El problema sobreviene (quiero pensar) cuando gozamos haciendo el mal. Emociones como el sadismo y la “schadenfreude” así lo atestiguan. Con la misma facilidad con la que podemos ser seres empático, también podemos dejar de serlo, expulsando para ello emociones como la lástima, la tristeza y la culpa. Porque, en realidad la maldad no es más que un constructo social que se sostiene en una serie de miedos colectivos, que al ser compartidos por la gran mayoría, nos permite señalar con el dedo a esa minoría que de tanto en tanto deja de sentirlos.

Shaw, Julia. Hacer el mal. Un estudio sobre nuestra infinita capacidad para hacer daño. Editorial Temas de Hoy. 2019.

Etiquetado , , , , , ,

Deja un comentario