La queja

Hoy día la queja se ha convertido en el pasatiempo principal de la mayoría de nosotros. Poco importa que tendamos a la perfección, la nostalgia, la resignación o simplemente queramos llamar la atención, todos acabamos, por defecto y con cierta alevosía, cayendo en la trampa de la queja continua (siendo la única diferencia entre cada uno de nosotros la latencia con que lo hacemos). Lo cual, irremediablemente, ha acabado por vestir a la queja con todo un vestuario de connotaciones negativas. ¿Quién no sabe de personas qué, de tanto quejarse, han acabado por resultar insufribles o, lo que es todavía peor, nos han obligado a dejar de prestarles atención, con lo peligroso que esto puede acabar comportando para ellas?

En verdad, quejarse, per se, no tiene por qué ser algo malo. La queja no es más que la acción de comunicar a los demás que algo no nos gusta, nos molesta o nos hace daño y, en consecuencia, acontece cuando nos negamos a aceptar que algo continúe sucediendo, lo que nos lleva a actuar para intentar cambiarlo. El problema de la queja reside en la segunda parte de la sentencia anterior. Es decir, cuando el objeto de la queja no es producir un cambio sino llamar la atención y eternizar la situación, sabedores de que, con ello, podremos mantener en el tiempo una conducta de victimización. Basta con ver un partido de fútbol para entender el despropósito en que hemos convertido a la queja. Nos quejamos no porque algo no sea correcto, sino con el objetivo de sacar partido, de obtener rédito, a sabiendas de lo injusto que puede ser para el resto lograrlo. Esto es lo que ha demonizado a la queja convirtiéndola en algo de lo que escapar (sobre todo cuando es ajena) y, al mismo tiempo, ha terminado por convertir, al que se queja, en alguien insufrible y desagradable. Pocas cosas hay peores que quedarse instalado in eternum en la queja sin que con ello logremos cambiar lo que la causa.

En consecuencia, el problema no está en que nos quejemos más o menos, sino lo justificadas que sean nuestras quejas. Existen tres tipos de quejas equivocadas o erróneas: las que se centran en aspectos que no se pueden modificar, las que intentar provocar cambios cuando en realidad estos no son necesarios, y las que resultan poco inteligentes debido a que ni se debe ni se puede producir un cambio. Ponernos manos a la obra para lograr un cambio, con el gasto de energía que comporta, y que el “remedio acabe siendo peor que la enfermedad”, por mucho aprendizaje que logremos a cambio, es acabar con cara de tonto y con la autoestima tocada. Porque, el propósito de la queja no debería ser otro que el de comprender el motivo por el que algo sucedió de una determinada manera. La queja no es más que un punto de partida a partir del cual avanzar. Quedarse anclado en aspectos que ocurrieron y ya no tienen solución, no sólo acaba convirtiéndose en un ancla que nos impide avanzar, también termina por condicionar la toma de decisión futura. Es por todo ello que, una queja, para que realmente sea apropiada, debe cumplir dos condiciones: que sea específica (concreta a algo que se pueda cambiar) y proporcionada (no acabar matando moscas a cañonazos, teniendo que asumir “daños colaterales que en realidad no eran necesarios). Porque, únicamente lograremos los beneficios que un buen cambio comporta, si nuestras quejas son lo suficientemente específicas y proporcionadas con respecto a la gravedad de las cosas a las que atañen. De lo contrario, la queja seguirá siendo mucho ruido y pocas nueces.

Baggini, Julian. La queja. De los pequeños lamentos a las protestas reivindicativas. Editorial Paidós. 2012

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