Tendemos a confundir sentimientos y emociones. La causa, probablemente, reside en el empeño que ponemos en intentar reducirlo todo, en establecer categorías con objeto de simplificar nuestra realidad. De ahí que, si dos “cosas” se parecen, las llamamos igual. De esta manera, solamente los interesados por la ornitología saben diferenciar las distintas aves. El resto llamamos a todo “pájaro”. Simplificar suele ayudar, pero también puede acabar por confundir, en hacer que seamos incapaces de establecer determinadas relaciones, conclusiones y/o asociaciones, por el simple hecho de no prestar atención al matiz. Esto es lo que, en mi humilde opinión sucede con los sentimientos y las emociones, cuando, en realidad, un sentimiento no es más que la disposición a experimentar emociones, y éstas, a su vez, el efecto que un cambio (interno o externo) tiene sobre nuestro soma. Los sentimientos son un estado mental causado por la percepción de un cambio que resulta relevante en relación a la construcción que cada uno de nosotros hayamos hecho del mundo que habitamos. De ahí que iguales situaciones no tengan por qué producir emociones similares en distintas personas. Cada uno de nosotros construimos nuestra realidad, explicamos nuestra presencia en ella, y en función de dicho relato, sentimos, es decir, nos emocionamos.