Soledad del líder

El liderazgo es una de las múltiples maneras en que podemos dividir a las personas. Bueno, en realidad todo es susceptible de ser dual, pero si nos ceñimos exclusivamente a la cuestión del liderazgo, veremos que por un lado están aquellas personas a quienes no les gusta liderar, que prefieren que las decisiones las tomen otros aun a riesgo de que en ocasiones no les quede otra que obedecer órdenes indeseadas, y los que, con independencia del grupo y la situación, tienden a llevar las riendas y decidir por los demás aunque buscando su bienestar. Personalmente, no me cuesta en absoluto entender a los primeros.

De hecho, los segundos, como líderes, también se ven obligados en un número similar de ocasiones a tener que tomar decisiones que tampoco desean, ya sea por lo impopulares que resultan, o porque éstas van en contra de sus fundamentos éticos y morales. Y es que, si nos detenemos a examinarlo con tranquilidad, veremos que casi no existe líder alguno que pueda decidir realmente en solitario y con una independencia total. El contexto, la situación, la coyuntura siempre está ahí para marcar las “normas”, para obligar a que las cosas tengan o hayan de ser de una manera y no de otra, independientemente de los deseos, ética o valores de quien las ha de tomar. Y si a todo lo anterior se le añade que tampoco se tiene a alguien con quien compartir la toma de decisión, es fácilmente entendible que haya quienes no deseen verse en ese trance y que prefieran quedar siempre en un segundo plano, generalmente mucho más cómodo y, sobre todo, más acompañado que lo que nunca un líder podrá sentirse. Siempre serán más los que se conduzcan a partir de las decisiones ajenas, que los que lo harán a partir de las propias. Y eso aúna, y ya se sabe que las “penas” en “compañía”, como cuando son con pan, por grandes que sean, siempre lo parecen menos que si se dan en solitud.

Dicen que únicamente se equivoca quien actúa o decide. Yo no estoy del todo de acuerdo. Lo que ocurre que es más fácil “culpar” a quien toma la iniciativa que a quien se mantiene escondido, apartado, en un segundo plano. Estoy plenamente convencido que también nos equivocamos cuando procrastinamos o simplemente, por el motivo que sea, dejamos de tomar decisiones a sabiendas que deberíamos hacerlo. De hecho, la no conducta, como el silencio cuando hablamos de comunicación, también es una forma de actuar que comporta unas determinadas consecuencias y, por lo tanto, emociones similares a las que actuar equivocadamente comporta. Sin embargo, si no es nuestra obligación actuar y si además nos sentimos acompañados por otros tantos no líderes como nosotros, todo parece ser más sencillo, más llevadero, mucho menos solitario y excluyente, sobre todo en cuanto a la responsabilidad final. Porque este es, en mi opinión, el quid de la cuestión: la responsabilidad final. El líder, por el simple hecho de serlo, automáticamente es investido de responsabilidad. Para bien o para mal (aunque, cuando ésta realmente se siente es cuando las cosas salen mal o no como las expectativas propias y ajenas auguraban). La responsabilidad únicamente parece ser cosa de líderes, y todos los que hayan tenido que liderar (o lo que es lo mismo, decidir por otros) me entenderán cuando les recuerde lo asquerosa e injustamente cercana que están responsabilidad y culpa. Tanto que confundirlas se ha convertido en deporte olímpico y, en los días que vivimos, resulta mucho más fácil culpar al  otro que aceptar que simplemente, el error (en caso de haberlo) simplemente fue producto de la obligación, por el hecho de ser el líder, de tomar una decisión. Obligación que todos los demás se ahorraron por no serlo.

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