Ecología del miedo

El mejor indicador de lo intenso que es el miedo que sentimos no es otro que la distancia de huida. A mayor distancia entre nosotros y aquello que nos genera la emoción del miedo, mayor intensidad y viceversa. En esto, el miedo y el asco pueden llegar a confundirse. Ambos nos obligan a poner distancia, a alejarnos de aquello que tanta inquietud nos produce. El miedo moviliza y mantiene todos nuestros recursos para garantizar la huida. El asco nos recuerda que no debemos acercarnos si queremos seguir conservando nuestra integridad.

Todos los animales tenemos distancias de huida características y particulares en función de aquello que nos atemoriza. Basta con observar los animales que conviven con nosotros en nuestros pueblos o ciudades para poder establecer un “ranking”. A mayor tiempo compartiendo nuestro hábitat, menor es la distancia de huida que precisan.

Un ejemplo son las palomas, las urracas y las gaviotas. Las primeras se pasean entre nosotros, a veces incluso sin parecer importarles en demasía nuestra presencia y, solamente cuando las pillamos desprevenidas o nos acercamos demasiado, es cuando echan a volar, la mayoría de las veces un vuelo corto; únicamente para poner un mínimo de distancia. En cambio las urracas, basta con que las miremos, que hagamos un atisbo de movimiento en su dirección, para que salgan volando en pos de poner una distancia lo bastante considerable con respecto a donde nos encontramos. Por último está el caso de las gaviotas, animales tan territoriales como nosotros, las cuales, sabedoras de su fortaleza, no es extraño que ni se inmuten demasiado o que, incluso, si las molestamos, nos planten cara para así recuperar su espacio. La moraleja de todo lo anterior no es otra que el miedo, en la mayoría de las ocasiones, se aprende. Es en función de las experiencias que hemos tenido con nuestros “presuntos depredadores” lo que produce que el miedo que sintamos sea mayor o menor. Si en nuestro entorno no existe alguien o algo que represente un peligro real, el miedo nos resultará desconocido, pero basta que determinados ataques o situaciones peligrosas se repitan, para que se esté instale e, incluso, acabe formando parte de los instintos básicos que determinen nuestra respuesta de huida.

El filósofo alemán Herman Schmitz concluyó que existen tres maneras principales de evitar el miedo. La primera es mediante la acción, es decir, actuando. Un ejemplo es el típico manotazo que damos cuando algo nos roza la cara. No sabemos lo que nos lo ha producido, pero actuamos instantáneamente y sin pensar para, sea lo que sea, apartarlo de nosotros. La segunda es quedándonos quietos. La inmovilidad nos genera esa (en ocasiones falsa) sensación de seguridad que posee la esperanza de pasar inadvertidos. La experiencia nos ha enseñado que, la mayoría de las veces, no resaltar, no quedar expuesto, suele ser una gran estrategia de supervivencia. Finalmente está la conducta de “aferrarse a otro”. Esta es, probablemente, la génesis de nuestra sociabilidad. Sabemos por experiencia (y por nacimiento) que, solos y sin ayuda, nuestras probabilidades de sobrevivir son mucho menores que en compañía. Sobre todo, si sabemos que el elegido posee unos recursos de los que nosotros carecemos (como nos pasa cuando somos niños, en relación a la presencia de nuestros padres). De hecho, ¿a quien no le ha pasado que, en determinadas situaciones, no haya deseado fervientemente ser capaz de esconderse dentro del otro, de igual modo que hacíamos cuando éramos niños poniendo a nuestros padres delante de aquello que nos atemorizaba?

Soentgen, Jens. Ecología del miedo. Herder. 2019.

Etiquetado , , , , , ,

Deja un comentario