Vergüenza colectiva

Hay emociones como la vergüenza que, desgraciadamente y a pesar de ser eminentemente sociales, se dan más en lo que es la esfera personal e individual que en la general o colectiva. Sentimos vergüenza en aquellas ocasiones en las que creemos (sea dicha creencia cierta o simplemente fruto de nuestra imaginación) que hemos hecho alguna cosa que puede ser juzgada negativamente por los demás y, por consiguiente, erosionar esa imagen que cada uno de nosotros nos hemos creado y que tanto empeño ponemos en salvaguardar.

Algo similar sucede a nivel social. Los grupos, sean estos un simple club social, un equipo de futbol, los ciudadanos de un pueblo, toda una nación o la humanidad en toda su extensión, también pueden sentirse avergonzados. Cuesta algo más o, para ser más precisos, es necesario que el hecho o situación que produzca la vergüenza tenga que ser de carácter más intenso o importante para que pueda afectar a un nivel similar a como lo hace individualmente. Y es que cuesta pensar en toda una sociedad poniéndose colorada tras haber sido cogida en un “renuncio”. Socialmente es muchísimo más sencillo esconder la porquería bajo la alfombra. Como somos muchos los que deberíamos avergonzarnos, al final, casi nadie acaba haciéndolo, probablemente porque cuesta encontrar un referente ante el cual sonrojarse si todos los que nos rodean forman parte de la situación vergonzosa.

Algo así sucede cuando en un club social o una comunidad de vecinos, sus miembros, en lugar de ayudar en la limpieza o el buen funcionamiento del grupo, se dedican a hacer gala de su egoísmo intentando aprovecharse en todo momento de esa impunidad tan característica que permite el hecho de poderse esconder entre la multitud. Y esta situación se amplifica según va aumentando el número de miembros que componen el grupo. Y es por ello que cada vez resulta más sencillo caminar por calles repletas de bolsas de basura, envoltorios o cristales rotos que alguien, a quien la salubridad del resto le importa un comino, ha tirado alegremente en el pavimento. De igual manera actúan todos aquellos que “fabrican” bulos arrastrando a sus teóricos “compatriotas” sociales a arrasar en los supermercados con el objeto de acaparar alimentos sin pensar en las necesidades y consecuencias que todo ello tendrá para los demás. Poco les importa si hay otros que pasan hambre o penurias, mientras ellos tengan las despensas a reventar. Insolidaridad sería la palabra si por delante no estuviese la emoción de la vergüenza para etiquetar con mucha más precisión este tipo de situaciones. Pero el problema es que su “poder”, su función de regular determinadas actuaciones sociales pierde gran parte de su efectividad cuando cada vez son más los desvergonzados y menos los que se avergüenzan. Todo lo cual, impulsado por la ausencia de miembros del grupo que se erijan, haciendo acopio de todas sus energías, en elementos que llamen la atención y pongan en su lugar a todos aquellos que se saltan egoístamente hasta las más pequeñas convenciones sociales responsables de hacer posible que podamos seguir viviendo en comunidad. Y es esta ausencia de vergüenza colectiva junto con la ausencia de líderes informales lo que, desgraciadamente, nos está llevando sin darnos cuenta a cometer los errores del siglo pasado. Ho cada vez resulta más fácil escuchar mayor número de voces que piden que alguien por fin ponga orden en tanto desbarajuste y desvergüenza. El problema es que, sin darnos cuenta, estamos favoreciendo que empiecen a aparecer seres y regímenes totalitarios que bajo la bandera del orden acabarán eliminando sin compasión cualquier atisbo de libertad.

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