Amargado (estar)

Amargo, dícese de algo de sabor desagradable y que tiene como objetivo impedir envenenamientos. Aplicado a un estado de ánimo de las personas vendría a ser cuando alguien siente con intensa frustración (e independientemente de que sea cierto o simple subjetividad) que su vida está siendo envenenada por alguien o algo (incluido él o ella misma). Porque si un componente es clave, este no es otro que la frustración. Sin ella el sabor, posiblemente, sería igual de desagradable pero, quizás, no tan insufrible y molesto. De hecho resulta imprescindible, necesitamos imperiosamente, sentir que nuestras esperanzas se marchitan para poder decir con cierta autoridad eso de que «estamos amargados».

La negatividad sería otro elemento que jamás debe faltar. Por eso, cuando nos sentimos amargados, todo nos parece oscuro y nos convencemos a nosotros mismos de que las cosas siempre acaban torciéndose con independencia de los esfuerzos que hagamos para intentar que suceda lo contrario y, evidentemente, sin que importe demasiado, en estos casos, si somos nosotros los que oscurecemos la luz del sol, son los demás quienes nos hacen la mala sombra, las dos cosas o todo lo contrario. Sentirse amargado implica siempre contemplar el futuro sin demasiada esperanza de que las cosas puedan acabar cambiando, de que por fin algo entre todo aquello que nos rodea, se equivoque y, de forma milagrosa, se produzca una grieta en ese destino ponzoñoso que, de obstinado, resulta casi imposible cambiarlo. Porque en estos casos, no existen estrategias “B” ni caminos alternativos, únicamente una inmensa autopista de sentido único dirección al precipicio, y lo sabemos.
También solemos caer en las garras de este sentimiento tan “especial” todos aquellos que tendemos al perfeccionismo. Creer que las cosas siempre se pueden hacer como uno quiere o espera (es decir, bien, según nuestro engreído entendimiento) generalmente solo comporta frustración y desengaño. Nada es nunca perfecto por mucho que nos empeñemos en ello. Nosotros mismos, afortunadamente, no somos perfectos, cuando menos, todo lo demás. Solamente la subjetividad que produce cualquier tipo de enamoramiento (y cuando digo “cualquier” quiero decir CUALQUIER) puede convertir algo en perfecto. Y ya nos conocemos la historia, cuando el enamoramiento pasa y se extingue su llama… las aguas suelen volver a su cauce y correr más o menos turbias según el caso concreto de cada cual y su nivel de amargura. Y no somos los únicos destinados a sentirnos amargados. También están todos aquellos que no saben vivir sin compararse. Aunque si lo pensamos bien, estos últimos no se diferencian en demasía de los primeros. Sencillamente son perfeccionistas en relación a ellos mismos. Narcisistas dirían algunos, aunque según mi opinión no del todo: alguien narcisista no es consciente de su imperfección, en cambio las personas amargadas a causa de su déficit de autoestima, si, puesto que su problema es que habitualmente acaban saliendo trasquilados tras cada comparación que llevan a cabo. Finalmente, también estamos los que en momentos concretos de nuestra vida nos sentimos amargados por la presencia de alguien que se empeña en que el sabor de nuestra existencia sea desagradable e insufrible. En estos casos, aunque pueda al principio pueda parecer lejana, jamás debemos olvidar que sí que hay esperanza. Porque, afortunadamente, tarde o temprano aquel que nos amarga la existencia acaba cansándose, desapareciendo o cayendo en la indiferencia. Por eso recuerda: no hay mal que cien años dure y, aunque tarde, al final el sol siempre acaba por salir y despejar las nubes o viceversa.

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