Aprendizaje emocional

Emociones y aprendizaje comparten un vínculo estrechísimo. Tanto es así, que éste resulta fundamental para cualquier ser vivo. De hecho, y para ser más precisos, y por poner un simple ejemplo, sería imposible obtener un aprendizaje de una experiencia si ésta, al acontecer, no nos produjese una emoción. Y no sólo eso, además, en función del tipo de emoción que sintamos y de su intensidad, el aprendizaje será de una manera o de otra y nos servirá o no para futuras situaciones más o menos similares.

Lo anterior quedó demostrado en un antiguo experimento (como no) con ratas a las que si con anterioridad se les daba bolas de comida sin que ellas tuviesen que hacer ningún esfuerzo para lograrlas y, en consecuencia, sin que pudiesen asociar una determinada conducta para así en un futuro volver a obtener las bolas de comida, entonces si posteriormente se intentaba enseñarlas a obtenerlas accionando una palanca, a éstas les resultaba más difícil aprender dicha acción que si nunca habían recibido comida “por la cara” y habían tenido que asociar el apretar una palanca con la obtención de las bolas. Todo lo cual, si lo aplicamos en nosotros, los seres humanos, rápidamente vemos (seguro que todos lo hemos aprendido en nuestras propias carnes) que cuando obtenemos algo sin realizar esfuerzo alguno para conseguirlo, ese algo no nos resulta tan importante como sí que lo hemos tenido que hacer. Incluso el sentimiento de frustración cuando perdemos algo que no nos hemos “trabajado” es muchísimo menor que cuando lo hemos tenido que sudar, siendo la regla a aplicar eso de que a mayor esfuerzo, mayor valor le otorgamos a lo logrado.
Y es aquí donde intervienen las emociones. Cuando no hemos tenido que “enfadarnos” para obtener la energía suficiente para hacer realidad un determinado objetivo, o cuando el orgullo no ha tenido que presentarse para empujarnos hacia un determinado logro (a obtener en un futuro un reconocimiento por parte de aquellos que nos rodean), difícilmente, en caso de más tarde perder definitivamente lo conseguido, la tristeza que sentiremos no será igual de intensa y duradera que si la pérdida fuese de algo en que las emociones han aparecido para hacerlo posible y por tanto, nuestro empeño, nuestra competitividad para recuperarla, será nula.
Es por todo ello que cuando hablamos de administrar recompensas, si éstas son incontrolables (es decir, se producen sin que haya un propósito previo, sin un proyecto que nos lleve a hacerlas realidad) la respuesta que solemos dar sea mucho más débil que si ocurre todo lo contrario. Y esto es así debido a que, si no sabemos la razón por la que hemos logrado un determinado objetivo, si la causa se la otorgamos al azar o la fortuna (o sus antagónica la “mala fortuna”), si no somos nosotros los responsables directos, entonces, tanto da lo que hagamos en un futuro para volverlo a conseguir y, en consecuencia, la motivación de realización resultará en la mayoría de las ocasiones imposible de volverse a dar. Y es que necesitamos incorporar las emociones si queremos que nuestra vida tenga un “sentido” (tanto en cuanto a significado como en cuanto a sentimiento). El problema suele estar en el tipo de emoción que nos embarga. Si se trata de una emoción que nos produce bienestar o placer, todo irá más o menos bien en nuestra vida, pero… si lo que nos produce es sufrimiento… entonces la cosa acaba por complicarse y resulta sencillo acabar en los brazos de la indefensión aprendida.

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