El Tieso

El Tieso, seguramente, nunca supo que lo llamaban así. Tampoco creo que le hubiese importado, aunque probablemente sí sorprendido. La razón del sobrenombre no fue, aunque podría haberlo sido, su carácter. De puertas para fuera fueron pocos los que realmente lo conocieron. Para los ajenos era una persona amable, considerada, de aquellas a las que les disgustaba quedar mal, prefiriendo incluso salir perdiendo a nivel material que hacerlo a nivel de su propia imagen. En la intimidad era una persona verdaderamente distinta; con carácter, mucho carácter, con la que en ocasiones resultaba difícil convivir. Sus cambios de humor eran constantes. Pasaba de la placidez a la ira sin, aparentemente, una razón concreta (o al menos visible y comprensible para los que le rodeábamos). Cuando se torcía podía ser complicado razonar con él. Si tenía el poder, la fuerza para imponerse, lo hacía sin que le temblase un músculo. Era egoísta. Quizás aquí residía la causa de sus cambios de humor: le costaba aceptar que no siempre las cosas ocurrían como él las deseaba, y cuando así sucedía, la tormenta explotaba y era mejor buscar refugio, a ser posible, lejos del Tieso, hasta que por fin se le hubiese pasado el siroco. De todas maneras, siempre tuvo buen corazón. Puedo poner la mano en el fuego que jamás hizo algo siguiendo el dictado de la maldad. Nunca quiso hacer mal a nadie, y seguramente por ello la gran mayoría de nosotros lo recordamos con amor.

Al Tieso tampoco lo llamaban así por que fuese orgulloso, que lo era. Sin embargo, no fue el suyo un orgullo producto de la soberbia. No. Él para nada se creía superior a los demás. El Tieso era él. Simple y llanamente. Y aunque en ocasiones podía parecer arrogante, en realidad, lo que le movía a conducirse así era su necesidad de autoprotección. Suele decirse que aquellas personas que tienen baja la autoestima tienden a intentar compensarlo, en lugar de elevándola a partir de valorar sus propios logros, bajando la de los demás. El Tieso, cuando podía, actuaba de esa guisa. No es que quisiera estar por encima de los demás. Lo que le aterrorizaba era sentir que estaba por debajo. De ahí que le costase aprender. Uno no aprende si no acepta que no sabe. El quizás lo aceptaba, pero se lo negaba a sí mismo con tanta vehemencia, con tanta intensidad, que era como si las equivocaciones no fuesen con él. Sentir que se había equivocado le debía producir tanto dolor, tanto malestar, que se autoconvencía de que el error no había sucedido. De hecho, tenías que pillarlo con las manos en la masa para que aceptarse su error… y aun así… no siempre lo hacía, y en la mayoría de las veces lo que sucedía es que acababa negando la mayor. No, el Tieso no era una persona orgullosa, de lo contrario hubiese tenido enemigos y en cambio a él nadie le conoció ninguno (y si los hubo, se guardaron muy mucho, y sin que hubiese una razón para ello, de hacerlo público).
Al Tieso se le quería, aunque caminase siempre erguido, recto como una vela. Porque, mientras que al resto de los de su generación el paso del tiempo los fue llevando a encorvarse, en él, la ley de la gravedad nunca logró imponérsele. Siempre recto, derecho como los juncos en ausencia de viento. Mirada limpia y afable, pero al frente, paralela al horizonte, como empeñado en negar el paso del tiempo. Admirando a aquellos que lo conocían de antaño y que apenas lo vieron envejecer. Asustando a cercanos. Los únicos capaces de atisbar como su memoria y su yo iban lentamente deteriorándose. Cuanto más derecho, mayor olvido. Hasta que su adiós aconteció de repente, sin avisar, manteniendo la mirada fija en ese punto en el que el mar y el cielo se confunden. Dejándonos así sin opción de despendida, pero sin poder evitar, en cambio, restar eternamente en nuestro corazón. Hasta siempre Tieso.

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