La ira, la emoción que corre hacia el futuro

Si hiciésemos una encuesta preguntando en qué tiempo situaríamos la emoción de la ira, estoy convencido que la mayoría de la gente la acabaría poniendo en el presente: como forma de responder a un mal actual. En cambio, si nos paramos a pensarlo detenidamente, veremos que la ira es más una emoción que se enmarca en el futuro. Me explicaré… Si bien es cierto que la emoción de la ira es una respuesta a un perjuicio o ataque cuyo objetivo es recuperar lo que nos ha arrebatado o defenderlo para no perderlo en el momento actual, la mirada que implica la ira siempre está fija en el paso siguiente, en ese que daremos para lograr recuperar lo perdido. Porque la ira viene a ser como ese plan, más o menos elaborado, al que de repente se le insufla un buen golpe de energía para llevarlo a cabo. Es, en cierto modo, la manera emocional que tenemos de buscar estrategias que nos devuelvan a la situación anterior a la pérdida sufrida. Y es aquí cuando la ira, en vez de producirnos dolor (como generalmente lo acaba haciendo en forma de culpa), nos acaba produciendo placer, debido principalmente a que lo que, en realidad, lo que hace es buscar un bien futuro (la ira nos convence de que seremos capaces de lograr el objetivo… el problema sobreviene si acaba no sucediendo así…). Sería algo similar a lo que sucede con la emoción de la compasión: imaginamos que con nuestra ayuda lograremos paliar su sufrimiento (si no completamente, al menos hacerlo más soportable), lo cual nos genera cierto placer o bienestar.

Como decía Aristóteles la ira posee un característico movimiento que llave hacia adelante. Esto comporta que la ira, finalmente, puede acabar siendo positiva o negativa. Porque la ira tanto puede ser constructiva, cuando nos lleva a lograr el objetivo marcado apoyándose en la esperanza de lograrlo, como puede serlo destructiva, cuando su muleta, su leitmotiv, no es otro que la venganza, o lo que es lo mismo, imaginar sufrir a aquel que nos ha producido el mal como método para mitigar el dolor que nos ha producido. Aunque, de todas maneras, en ambos casos el objetivo de la ira es similar: hacernos creer que recuperamos el control perdido, que volvemos a ser capaces de llevar las riendas de lo que sucede; como cuando vemos una película y le damos para atrás para volver a ver ese trozo que, por el motivo que sea, nos hemos saltado. El problema, para nuestra desgracia y por mucho que la ira genere cierto espejismo, es que la vida no funciona como un reproductor de video, y que por tanto resulta imposible poder “parar” y “rebobinar” para así situarnos en el momento preciso en que todo se vino abajo. En la vida real no existen las segundas oportunidades, o al menos no en un mismo momento. Lo pasado, pasado queda, por lo que nos tenemos que conformar a ser lo suficientemente pacientes e inteligentes como para que, cuando una nueva ola se presente, ser capaces de subirnos y cabalgarla sin volvernos a caer. Y es quizás este anhelar una “nueva ola» lo que a muchos de nosotros nos lleva a convivir más de la cuenta con la emoción de la ira. Nos insufla esa dosis de esperanza tan placentera que sin darnos cuenta nos acabamos haciendo dependientes de ella hasta que dejamos de ser capaces de controlarla. Aquí es donde la ira se torna peligrosa y cuando la cosa se complica, puesto que si acaba por dominarnos, entonces por mucho que intentemos convencernos y convencer a los demás de que lo ocurrido ha sido en contra de nuestra voluntad, el cuento siempre acabará más o menos de la misma manera, o bien con la culpa danzando sobre nosotros, pisoteándonos inmisericordemente, o con un grado tal de insensibilidad que, entonces, hará que todo de igual, puesto que aunque no lo queramos ver, habremos perdido por siempre la partida.

Etiquetado , , , , , , ,

Deja un comentario