Archivo de la etiqueta: ataque de pánico

Ecología del miedo

El mejor indicador de lo intenso que es el miedo que sentimos no es otro que la distancia de huida. A mayor distancia entre nosotros y aquello que nos genera la emoción del miedo, mayor intensidad y viceversa. En esto, el miedo y el asco pueden llegar a confundirse. Ambos nos obligan a poner distancia, a alejarnos de aquello que tanta inquietud nos produce. El miedo moviliza y mantiene todos nuestros recursos para garantizar la huida. El asco nos recuerda que no debemos acercarnos si queremos seguir conservando nuestra integridad.

Todos los animales tenemos distancias de huida características y particulares en función de aquello que nos atemoriza. Basta con observar los animales que conviven con nosotros en nuestros pueblos o ciudades para poder establecer un “ranking”. A mayor tiempo compartiendo nuestro hábitat, menor es la distancia de huida que precisan.

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Ataque de pánico nocturno

Despertarse en medio de la noche, sin una causa concreta que lo justifique y sin que en un primer momento nada parezca diferente a otras ocasiones en los que se nos rompe el sueño. Instantes de normalidad que, sin saber la razón, de repente y sin previo aviso se convierte en un sin vivir. Sudoración, sofocos, escalofríos, aumento de la frecuencia cardiaca exagerado, hiperventilación y, sobre todas las cosas, sensación de que nos falta el aire, de que si no nos concentramos en respirar no seguiremos haciéndolo y que algo malo malísimo está a punto de sucedernos. Esto que por desgracia a algunos de vosotros o vosotras os sonará, es lo que habitualmente se denomina ataque de pánico nocturno.

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Correr cuesta abajo

Aún recuerdo aquel fatídico primer día. El sol lucía espléndido y la temperatura era perfecta. Anhelante como estaba por empezar, sin pensarlo un instante, me puse las zapatillas y me eché a la calle, todo dispuesto. Es lo que tienen los inicios, prima el deseo, todo es motivación  y los posibles obstáculos, todavía ocultos, apenas si ensombrecen las expectativas.

La avenida estaba desierta y en silencio, como si coches y personas se hubiesen conjurado para darme espacio. Los primeros pasos fueron sencillos. Notaba el asfalto acariciar mis pies y todo era fluidez en mi respiración. Según avanzaba los árboles se iban turnando ofreciéndome un zigzag de sombra y luminosidad que resultaba verdaderamente placentero. Era consciente del esfuerzo que me esperaba, de que según fuesen pasando los kilómetros el cansancio aparecería, pero me sentía plenamente convencido de que estaba preparado para afrontarlo, que lo iba a conseguir, porque, aquel día, las preocupaciones eran como las nubes: no existían. Pero, además, contaba con un plan: en cuanto la cosa se pusiese difícil me echaría cuesta abajo y dejaría que la pendiente compensase la falta de fuerzas y mitigase el cansancio. Y eso fue lo que hice, en cuanto empecé a notar que la cosa ya no era tan fluida, cuando el asfalto, en lugar de acariciar, parecía querer agarrar mis pies dificultándome mantener la zancada, entonces giré a la derecha y tome el camino que transcurría cuesta abajo.

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