Aún recuerdo aquel fatídico primer día. El sol lucía espléndido y la temperatura era perfecta. Anhelante como estaba por empezar, sin pensarlo un instante, me puse las zapatillas y me eché a la calle, todo dispuesto. Es lo que tienen los inicios, prima el deseo, todo es motivación y los posibles obstáculos, todavía ocultos, apenas si ensombrecen las expectativas.
La avenida estaba desierta y en silencio, como si coches y personas se hubiesen conjurado para darme espacio. Los primeros pasos fueron sencillos. Notaba el asfalto acariciar mis pies y todo era fluidez en mi respiración. Según avanzaba los árboles se iban turnando ofreciéndome un zigzag de sombra y luminosidad que resultaba verdaderamente placentero. Era consciente del esfuerzo que me esperaba, de que según fuesen pasando los kilómetros el cansancio aparecería, pero me sentía plenamente convencido de que estaba preparado para afrontarlo, que lo iba a conseguir, porque, aquel día, las preocupaciones eran como las nubes: no existían. Pero, además, contaba con un plan: en cuanto la cosa se pusiese difícil me echaría cuesta abajo y dejaría que la pendiente compensase la falta de fuerzas y mitigase el cansancio. Y eso fue lo que hice, en cuanto empecé a notar que la cosa ya no era tan fluida, cuando el asfalto, en lugar de acariciar, parecía querer agarrar mis pies dificultándome mantener la zancada, entonces giré a la derecha y tome el camino que transcurría cuesta abajo.