Cada día tengo más claro que no vale de nada intentar “arreglar el mundo”, dar vueltas y vueltas sobre cómo son y cómo deberían ser las cosas, para acabar, irremediablemente, cayendo una y otra vez en el mismo sesgo, como si de una peonza se tratase, que una vez pierde la fuerza que le insufla la inercia del primer impulso, acaba irremediablemente en el mismo lugar donde empezó a girar. Porque solemos confundir las buenas intenciones, aquello idealizado, con la realidad, olvidándonos una y otra vez de que simplemente surfeamos en un espejismo y que, por tanto, casi nada se puede llegar a cambiar.