Todos nosotros, en un momento u otro de nuestra existencia, somos más o menos malvados. Es nuestra propia necesidad de supervivencia la que nos lleva a hacer el mal, obligándonos al mismo tiempo, a buscar herramientas que mitiguen en lo posible el malestar que ello nos provoca. Porque a casi nadie le gusta sentirse malvado (las excepciones forman parte de eso que solemos denominar psicopatología). Estamos diseñados para querernos, para vernos a nosotros mismos como seres casi perfectos, dioses terrenales, a quienes normalmente nos tienen que demostrar que nos hemos equivocamos y, aun así, son más las ocasiones en que a pesar de todo, logramos evitar prestar atención y salvaguardar así ese ego que representa nuestra principal posesión y por el que estamos dispuestos a casi todo con tal de protegerlo hasta el día de nuestra muerte (aunque todos conocemos casos que lo han conseguido proteger incluso mucho tiempo después de morir).