Optimismo infantil.

31.InfantilSon múltiples las investigaciones que muestran que todos nacemos siendo optimistas y que algunos nos vamos volviendo pesimistas en función de cómo aprendemos a gestionar las frustraciones que la vida nos provee. Y es que la vida en sí misma viene a ser como un juego: vamos aprendiendo las normas y las distintas estrategias según vamos jugando. Lo cual suele ser la base del aprendizaje humano. De igual manera que interiorizamos la derrota, asumimos la victoria. La manera como ambas nos afectan, determinará como afrontaremos el juego en el futuro. Si estamos acostumbrados a ganar, con toda seguridad seremos mucho más arriesgados que si habitualmente perdemos. Las victorias, sin derrotas de por medio, por simple tendencia, casi siempre nos lanzan a la aventura de seguir con el juego. Las derrotas en cambio, aún con alguna victoria intercalada, invitan más a pensarnos las cosas dos veces antes de lanzarnos a tumba abierta y acabar descalabrados, denominándose esto último inteligencia.

Igual sucede cuando somos niños. Todo descubrimiento implica a priori una victoria. Un suma y sigue. La novedad, si no duele, siempre acaba por ser placentera. No existe experiencia igual al descubrimiento. ¡Ah, la primera vez! Todos guardamos en nuestra memoria alguna que otra “primera vez”, ¿verdad? Y si hacemos recuento, el resultado nos mostrará sin temor a equivocarnos la salud de nuestro optimismo, o lo que es lo mismo, la manera como la esperanza o la desesperanza se han acabado instalando en nosotros.

Un niño no tiene límites. Seguramente porque no los conoce y necesita que éstos se vayan estableciendo a partir de cada una de las experiencias que tiene. Los adultos, a modo de castillo sin fin, vamos construyendo muros, diques y defensas, según las flechas del día a día vayan impactando en nosotros. Sin bien es cierto que no existe una norma que explique la particularidad, con el peligro que implica generalizar, me atrevo a decir que el optimismo suele tener una correspondencia inversa al número de “protecciones” que nos autoimponemos. En consecuencia no son exclusivamente los avatares de la vida los que nos hacen lo que somos, sino las construcciones que levantamos, o sería mejor decir, los parapetos que cada cual decide levantar en pos de refugiarse de la vida.

Cuando somos niños, nuestro único y último objetivo es simplemente vivir. Experimentar. Aprender. Crecer tras cada resbalón. Después de una caída siempre acontece el tener que levantarse y dejar que la curiosidad por lo nuevo haga su trabajo. Quizás sea esta la principal diferencia, además de los años, entre infancia y adultez. Vivir. Y es que, según vamos cumpliendo años, muchos de nosotros en lugar de vivir, estamos más preocupados en no morir, o lo que es lo mismo, en evitar riesgos. Siendo así también, como la mayoría de nosotros acabamos siendo meros muertos en vida (que no vivientes). Dormimos, comemos, trabajamos, algunos incluso procreamos, pero todo ello evitando cada vez más ser curiosos. Evitamos todo aquello que pueda ser novedoso y preferimos quedarnos con nuestras rutinas. Siendo esas sempiternas rutinas las que finalmente determinan lo jóvenes o viejos que somos en realidad, o lo que es casi lo mismo, nuestras ganas de vivir y no de no morir. A más rutinas, menor curiosidad y en consecuencia más envejecemos. Bucle que por desgracia se acaba rompiendo a última hora, cuando ya no es posible dar rienda suelta a nuestra curiosidad.

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