Contagio Emocional

Las emociones se contagian. Resulta extremadamente sencillo que, sin darnos cuenta, acabemos participando y realizando determinadas conductas por simple proximidad a una fuente emocional. La regla es clara: a mayor potencia o intensidad emocional del otro (u otros), más fácilmente acabamos asimilando el sentimiento que emiten y, por tanto, compartiéndolo. Son claros ejemplos de lo anterior lo que sucede en cualquier aglomeración de personas; eventos deportivos, manifestaciones e, incluso, pequeñas reuniones familiares. De hecho, tampoco resulta necesario una multitud para que se produzca el contagio emocional. Es suficiente que haya empatía, para que una emoción se comparta. ¿Quién puede resistirse a la tristeza o la alegría que siente un ser querido? Basta con que haya interacción entre personas para que, como buenos vasos comunicantes, las emociones se contagien.

El que más o el que menos ha vivido una situación de contagio emocional. Yo que no juego a la lotería, he de reconocer que, en Navidad, cuando veo por la televisión a personas que han sido agraciadas con un premio, no puedo evitar ponerme contento por ellas y, en cierto modo, emocionarme a ver su alegría. De hecho, el arte, en sus diversas variantes, suele aprovecharse de la facilidad como se transfieren las emociones entre las personas. De ahí que podamos llorar viendo una película de corte dramático (de esas que empiezan diciendo que están basadas en hechos reales), o sentir miedo, o cierta ansiedad, al escuchar la música de la típica escena de la ducha de la película Psicosis de Hitchcock. En realidad, el poder del arte reside en su capacidad para producirnos emociones y estados de ánimo. Si algo no nos hace sentir, pasa irremediablemente a ser invisible, a no tener significado para nosotros.

El responsable de la capacidad de contagio de las emociones es nuestro cerebro social. En concreto, la existencia de las denominadas neuronas espejo o especulares, las cuales se suelen activar al ver como otra persona realiza una acción (siempre que antes ésta haya sido realizada por nosotros). No vale cualquier acción, sino que resulta imprescindible que se trate de una conducta conocida emocionalmente, que sepamos la emotividad o los sentimientos que comporta llevarla a cabo, para poderla sentir con solo observarla. Es entonces cuando, basta con ver al otro realizarla (y no tiene por qué ser exclusivamente una persona, también nos sucede viendo conductas en lo animales), para que aparezca la empatía y compartamos emocionalidad. De ahí que el contagio emocional acontezca de forma automática, que sea un mecanismo inconsciente e instantáneo y, por tanto, imposible de controlar, que irremisiblemente nos transporte a sentir lo que el otro siente por mucho que intentemos reprimirnos o autonegarnos la emoción. Porque, las emociones, además de herramienta informativa, existen para poder ser compartidas. La alegría no sería igual si no pudiésemos compartirla. Cualquier logro, por importante que sea, se quedaría en nada si no tuviésemos a alguien próximo que se alegre con nosotros. Y, aunque en ocasiones los contagios emocionales puedan producir calamidades (pandemias, guerras, situaciones de pánico, de nostalgia o incluso cierta depresión grupal por lo que un día fuimos y hemos dejado de ser), el precio que nos toca pagar por ello queda compensado con creces si nos paramos a recordar todas aquellas otras situaciones en las que compartir emociones con los demás, ser “contaminados”, nos ha procurado satisfacción. Momentos que, como los de sufrimiento, forman parte de nuestra existencia y sin los cuales, posiblemente, casi nada tendría sentido.  

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