El extraño orden de las cosas

En anteriores entradas ya hablamos sobre la capacidad de contagio que poseen las emociones. Basta con ver alguien que está triste para, en función del grado de empatía de cada uno, nos sintamos también tristes, enfadados o, incluso, en algunos casos, el desdén se apodere de nosotros. En este sentido la norma es clara: cuanto mayor intensidad emocional emite la otra persona (o grupo), más fácil resulta que acabemos sintiéndonos como ella. Y todo ello, claro está, sin que intervenga ningún proceso cognitivo de carácter superior. Aquí poco importa el intelecto, aquí lo primordial es lo corpóreo, los sentimientos que nos embargan.

Posiblemente, esto es así porque allá por los albores de la existencia, el primer organismo unicelular logró adaptarse y sobrevivir a su entorno gracias a cómo su “cuerpo” respondía a los requisitos externos. Con la necesidad añadida, que, para poder lograrlo, no podían existir “filtros cognitivos” que entorpeciesen una rápida respuesta. Esta es la base, seguramente, el factor de éxito, podríamos decir, que ha permitido que las emociones sean a día tan importantes para cualquier organismo vivo (especialmente para nosotros, los seres humanos). Porque, como bien dice Damasio, “la respuesta emotiva consiste en alterar el curso de la vida dentro del interior antiguo de los organismos. Estos dispositivos son los impulsos o instintos, las motivaciones y las emociones”. Y es aquí precisamente donde la homeostasis brilla con luz propia marcando la diferencia entre la existencia o no de un sentimiento o de una emoción. Las emociones determinan comportamientos. Los comportamientos acertados aseguran nuestra adaptación y, en consecuencia, nuestra supervivencia. Las emociones que inducen comportamientos erróneos o desadaptativos producen la desaparición del “organismo”, eliminando así cualquier posibilidad de volver a repetir que se vuelva a dar dicha emoción.

Son los sentimientos y las emociones quienes nos dan cuenta sobre el estado de nuestra salud (entendida ésta en su acepción más amplia y holística). Es la escala entre bienestar y malestar la que hace posible que adecuemos nuestro proceder a los diferentes requisitos que el entorno en el que habitamos nos exige. A todo instante vivido le corresponde un sentimiento, es decir, un “aviso” en forma de pensamiento de que todo continúa bien, o que, por desgracia, las cosas se están poniendo feas y no queda otra que actuar en consecuencia. Todos sabemos de la importancia de los pensamientos, de su calidad y cantidad. Todos hemos vivido situaciones donde los pensamientos los embargan hasta lograr casi asfixiarnos. Todos nos hemos equivocado por seguir los consejos de un pensamiento disfuncional. Porque es aquí donde la dificultad se hace todavía más patente, cuando la respuesta emocional genera comportamientos o pensamientos que no logran alcanzar el equilibrio. Es aquí donde descubrimos que la homeostasis es el verdadero tesoro escondido que debemos encontrar. Que es la tierra prometida hacia la que debemos dirigirnos. El paraíso soñado en el que finalmente poder reposar. Sin homeostasis no cabe opción alguna a cualquier tipo de bienestar o prosperidad. Tanto da que hablemos de organismos sencillos o del propio ser humano. Todos buscamos el equilibrio, o lo que es lo mismo, la paridad entre nosotros y nuestro entorno, ya que, en caso contrario, no existe espacio para la subsistencia. De ahí que cuando la logramos, cuando la homeostasis nos envuelve, nos sintamos satisfechos, incluso felices, puesto que no existe “premio” mayor que aquel que nos asegura la propia subsistencia.

Damasio, Antonio. El extraño orden de las cosas: La vida, los sentimientos y la creación de las culturas. Ediciones Destino. 2018

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