The Moral Psychology of Disgust

La gran mayoría de expertos coinciden que la emoción del asco surgió como respuesta adaptativa que nos permitía a los seres humanos poder evitar el contacto físico con posibles venenos, parásitos y patógenos que pusiesen en riesgo nuestra integridad. Sin embargo, existe multitud de investigaciones que muestran que la experiencia del asco y, en consecuencia, la conducta de evitación hacia la posible contaminación, no surge desde el primer momento, sino que lo va haciendo paulatinamente. Está más que demostrado que los bebes, hasta más o menos la mitad de la infancia, no muestran señales de sentir asco. De hecho, es la curiosidad la que parece primar, y las que los lleva a tender a tocarlo todo, a llevarse a la boca (principal órgano sensorial en los primeros años de vida) cualquier cosa novedosa que encuentran, para examinarla y entenderla, lo que, evidentemente, pone en gran riesgo su salud.

Entonces, ¿cómo explicar qué, en un momento de nuestra existencia tan importante, en el que somos más vulnerables, no esté presente una emoción que nos ayuda a protegernos? La única explicación medianamente lógica que se me ocurre es la necesidad que tenemos cuando somos bebés de contar con alguien que nos ayude. Si tenemos en cuenta que el asco es también una emoción social, produce una respuesta funcional que nos lleva a evitar el contacto con extranjeros o personas que no actúan de  manera normativa con respecto al conjunto de costumbres aprendidas (interiorizadas a partir de nuestro grupo de referencia), teniendo la necesidad que tenemos de personas que nos puedan ofrecer protección cuando somos bebes, que el asco nos lleve a alejarnos de ellas, representa un peligro muchísimo mayor que comer o tocar algo que nos pueda sentar mal. Las posibilidades de superar una enfermedad siempre serán mayores (tanto en la infancia como en la senectud) si contamos con la ayuda de alguien, que si debemos afrontarla en solitario. De ahí que, en mi humilde opinión, el asco no esté presente al principio de nuestros días, y tienda a desaparecer o disminuir según vamos haciéndonos más mayores. Nadie es un extraño si nos vemos necesitados de su ayuda. Las nacionalidades, opiniones, tendencias políticas e, incluso me atrevería a decir que también las diferencias de clase y la reputación dentro del propio grupo social, desaparecen cuando necesitamos del otro. El orgullo (me refiero sobre todo al tóxico y disfuncional, ese que no refuerza la propia estima sino todo lo contrario) se diluye cuando estamos en dificultades, cuando no nos valemos por nosotros mismos. Entonces aparece el sentimiento de igualdad entre seres humanos, y otros “sentimientos” como la xenofobia, y otras “fobias” igual de repugnantes, huyen despavoridas. Porque la necesidad iguala, mientras que la opulencia separa, tiñendo al ego de egoísmo.

Quizás por todo lo anterior, sería interesante que aprendiésemos a utilizar adecuadamente la emoción del asco. Es decir, que evitásemos que aparezca únicamente para construir prejuicios en forma de barreras que nos impidan confraternizar, experimentar, probar e interactuar. O lo que es lo mismo, estoy más que convencido de que debería de ser obligatorio despojarnos de todos esos “ascos” que, con su asquerosa presencia, lo único que consiguen es impedirnos crecer y vivir en paz aceptando cualquier diferencia con respecto a nuestras creencias.

Strohminger, Nina & Kumar, Victor. The Moral Psychology of Disgust (Moral Psychology of the Emotions). Ed. ‎ Rowman & Littlefield Publishers. 2018.

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