Belleza

Sentimos que algo es bello cuando nos produce placer. A mayor placer, más bello nos parece y, consecuentemente, más nos atrae y deseamos acercarnos. Todos compartimos etiquetas a la hora de nombrar las emociones. Cuando hablamos con los demás de nuestros miedos, de nuestro disgusto, de nuestra alegría, nos suelen entender. Nos solemos entender al producirse cierta empatía. Otra cosa es poder asegurar si lo que los demás sienten y que, casi al unísono, denominamos miedo, asco o alegría, es lo mismo en todos los casos. Las emociones son altamente subjetivas. Y no me refiero a que no todos sentimos miedo o alegría por las mismas cosas, que también. A lo que voy es que, en el fondo, las emociones son tan personales como la realidad, o viceversa. “Tanto monta, monta tanto”. Cada uno de nosotros las creamos, las sentimos a nuestro modo, aunque, en algunas ocasiones podamos coincidir desde un mismo punto de vista personal, emocional y, por supuesto, temporal.

Lo mismo sucede a mi parecer con la belleza. Existen tantas cosas bellas como ojos las contemplan, o quizás sería más apropiado decir, como cerebros las interpretan. Porque está claro que aquello que a mi puede parecerme bello, a otra persona puede producirle desagrado o, incluso en algunos casos, morbo. Para gusto los sabores. Cada persona posee su propio “background”, esos andamios a partir de los cuales cada cual va construyendo y construyéndose. De ahí que la belleza sea tan personal y perecedera. Porque la belleza también pasa. Como a todos, el tiempo, las experiencias, les pone fecha de caducidad. ¿Recuerdas aquello que tanto te atraía unos años atrás? ¿Sigue haciéndolo hoy? Igual sí, pero probablemente no. El tiempo ha pasado transformando tu cerebro. Transformándote a ti y la manera en cómo te relacionas con lo que te rodea. Y, en consecuencia, los estímulos que ayer tanto te afectaban (para bien y para mal), hoy posiblemente se han vuelto intranscendentes. Nos hemos acostumbrado, y ya no es lo mismo. Porque nunca es nada como fue ni cómo será.

Algo similar pasa con el amor. Emoción que es la responsable, en mi opinión, de provocar si algo nos resulta bello o, todo lo contrario. El amor determina nuestra manera de percibir. Y cuando me refiero al “amor” no lo estoy haciendo únicamente en cuanto al enamoramiento, sino en su sentido más amplio. Porque al igual que sucede cuando nos enamoramos, también la belleza puede producirnos dolor. A lo que iba, el amor transforma aquello que nos rodea haciendo incluso que la pestilencia se convierta en el más agradable de los perfumes. El amor es ese imán que nos empuja hacia algo sin que nos podamos resistir. De ahí que podamos enamorarnos de alguien horrible, que podamos combinar colores imposibles, o cortarnos o no el pelo de una determinada manera o de otra. Basta con ver tus fotos de joven para entender a lo que me refiero.

El problema de la belleza, como sucede también con algunas de nuestras emociones, es que la presión social se empeña en homogeneizar la idea, el concepto que tenemos de ella. Y lo hace de la misma manera que con nuestra manera de sentir. Porque la norma social tiende irremisiblemente a homogeneizar. La necesidad de asegurar la supervivencia la impele a hacerlo. Afortunadamente (o desgraciadamente, según como se quiera ver o cómo a cada uno le vaya en el baile) las modas pasan, lo que nos permite, de tanto en tanto, descubrir bellezas que en su momento pasaron desapercibidas, o lograr cierto alivio al poder apartar aquellas otras que en realidad nunca lo fueron para nosotros y que los demás nos impusieron.

Etiquetado , , , , , , ,

Deja un comentario