Manejo de la ira

La ira es esa emoción que tanto atemoriza a la sociedad por sus posibles efectos, pero que a quien verdaderamente acaba por dañar es a quien la padece. Existe una relación oculta entre autoestima (autoego) y la ira. A mayor autoestima, a mayor ego, más propensos seremos a que la ira se convierta en la emoción que nos domine. Las culpables, como casi siempre, nuestras expectativas previas. Resulta más sencillo frustrarse cuando nuestras esperanzas no están basadas en realidades. Creer que se es más de lo que realmente somos, suele terminar en la vía muerta de la ira. Y digo “muerta” porque es lo que acaba por producir en la persona que la siente. Aunque al principio confunda la vitalidad, la energía que produce, con la propia vida, pero, a la larga, como el fuego cuando se descontrola, la ira solamente en nuestro interior tierra yerma, donde incluso a las malas hierbas acaba por costarles crecer y prosperar.

Además de la autoestima y el ego, el tercer ingrediente que conforma la fórmula magistral que compone la ira es la necesidad de control. De hecho, es ella, la necesidad de control, la que acaba determinando los diferentes umbrales de la ira. La ira es una emoción poliédrica que se esconde entre multitud de caras. Resentimiento, culpa, impaciencia, envidia o la amargura son algunas de ellas. Cuanto más nos creemos, cuanto más subimos, más nos encorajina el batacazo en forma de decepción que sentimos. Deseamos que todo sea perfecto. Incluso nosotros. Y cuando descubrimos que no lo somos… nos enfadamos. Al principio, quizás por la sorpresa que comporta toda decepción, lo hacemos con el resto del mundo. Siempre resulta más sencillo culpar al de fuera que afrontar las propias miserias. Pero, según va pasando el tiempo, y por mucho que pugnemos por autoengañarnos, el enfado acaba siendo con nosotros mismos. De ahí que andemos por la vida peleados hasta con el aire que respiramos. Nada es suficiente. Nada nos colma ni nos calma. Y es que la ira es una guerra eterna que nunca acaba y que, en consecuencia, siempre se pierde.

Mitigar la ira (dominarla son palabras mayores) empieza siempre con una bajada a los infiernos. Y, aunque todo paso cuesta bajo duele, es quizás el primero, a causa de la necesidad de aceptación, el que más lo hace. Necesitamos tomar conciencia de que no es el resto del mundo el que está equivocado, sino nosotros. Que no son los demás los que se empeñan en “jodernos” la vida, sino que somos nosotros mismos quienes, más o menos silenciosamente, lo estamos haciendo. Aceptar la propia responsabilidad, sobre todo cuando nos hemos creído habitantes de la bóveda celeste, amarga. Pero no queda otra que hacerlo si queremos apartar a la ira de nuestro día a día. Por mucho dolor que pueda provocar sentir que “hemos fracasado” en relación a nuestras propias expectativas, resulta siempre muchísimo peor dejar que la ira se convierta en amargura, porque entonces a ésta se le unen sus sempiternas compañeras la soledad y el hastío. Porque sí, generalmente, la ira acaba provocando amargura, soledad y hastío, resultando incluso muy difícil, de tan mezclados que están, poder decir cuál de las tres es la que alimenta a las otras dos, cual está arriba y cuales están abajo. Por eso alegría e ira son emociones que cuesta encontrar en un mismo instante emocional. La alegría no es más que la aceptación que hacemos del mundo. No le pedimos más que lo que nos da. No queremos ser más de lo que somos. Nos sentimos bien y sonreímos en lugar de gruñir y, evidentemente, también decidimos mucho mejor. Recuérdalo cuando te enfades…

W. Williams, James.  Manejo de la ira. Alakai Publishing LLC. 2021.

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