¿Es la esperanza un efecto placebo?

La esperanza es ese sentimiento de que pase lo que pase el mañana siempre nos será favorable. Esto hace que sea una emoción estrechamente conectada con aspectos tan importantes para nuestra salud y bienestar emocional como lo son la fe y el amor. Necesitamos tener fe. En los momentos difíciles, en esos en los que no parece haber salida posible, en los que no sabemos qué hacer para revertir lo que nos sucede, en los cuales sentimos que no poseemos las herramientas necesarias para sobrevivir, en todos estos, tener fe, poco importa en qué, resulta fundamental para no caer definitivamente en el abismo del miedo eterno. Y, de la misma manera, queramos aceptarlo o no, todos sabemos perfectamente también que sin amor solamente queda el vacío. Y que en el vacío no existe posibilidad. Ninguna. Cero.

Es posible que la esperanza no sea más que un autoengaño, un convencernos a nosotros mismos de que no todo está perdido, de que todavía resta un atisbo de luz. El suficiente para lograr salir del agujero en el que nos encontramos. Si, es más que posible. Pero, ¿y qué más da? Aquí lo doloroso, lo terrible, lo malditamente jodido, es no tener esperanza. Sin ella no queda espacio para nada, porque resulta tan terrible carecer de amor, como dañino es dejar de creer. Es bajar los brazos definitivamente. Permitir que las fuerzas nos abandonen por siempre. Darse por vencido. Dejarse ir para jamás volver. De aquí su importancia: la de tener esperanza, la de no perderla jamás. Pase lo que pase. Ocurra lo que tenga que ocurrir. Creer que el mañana nos será favorable siempre permitirá que nos volvamos a levantar. Que importe un poco menos que no haya sol. Porque con esperanza, hasta los nubarrones negros tienen potencialidad de regalarnos un hermoso arcoíris. Con la esperanza no es tan importante echarle azúcar al café. Seguro que mañana volveremos a poderlo endulzar. Con la esperanza, lo de hoy es simplemente un tránsito, un momento de dificultad pasajero. Porque la esperanza es la encargada de recordarnos que mañana todo mejorará. Que somos capaces. Que nada está perdido. Por tanto, qué más da si nos engaña. ¡Bendita mentira aquella que permite que puedan acontecer nuevas verdades!

Debemos aceptar que las cosas no siempre son 1 + 1 = 2. Las matemáticas y las emociones se tienen un gran cariño, pero eso no significa que deban caminar obligatoriamente cogidas de la mano. El amor sigue siendo el mismo con independencia de la cercanía de los amantes. Lo mismo ocurre con la realidad. Jamás es matemática. Más bien todo lo contrario. Hay una por cada ser que la transita. Incluso más de una, porque aquí lo que importa no es el número, ni la exactitud, sino el bienestar que sentimos. Aquí lo que vale es aquello de “corazón que no siente”, no que los ojos vean o no. Aquí lo que importa es que haya esperanza, porque de lo contrario lo que seguro que habrá es miedo y sufrimiento. Porque sin explicaciones que nos conforten, que nos calienten, la incertidumbre acabará llevándonos hacia el frío que los miedos comportan. Miedo y esperanza componen los extremos que contienen toda incertidumbre. De nosotros depende que lo que predomine sea uno u otra. De nosotros depende vivir confortables, acunados por el bienestar que toda posibilidad vestida de certeza implica, a hacerlo sumergidos en las gélidas aguas de la derrota. Sufrimiento generalmente innecesario y gratuito del que podemos librarnos con simplemente tener esperanza y mantener la mirada limpia de miedos absurdos que, social y estúpidamente contaminados, han dejado de cumplir su misión de mantenernos con vida, para favorecer justamente todo lo contrario: conducirnos hacia una autodestrucción sin sentido e innecesaria.

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