Cerebro y silencio

El silencio es como un unicornio. Todo el mundo habla de él pero nadie ha podido verlo. En este caso oírlo. El silencio como tal, es decir, la ausencia de ruido, no existe. Incluso en el espacio o en una cámara anecoica, escucharemos el sonido que nuestro cuerpo hace. Cualquiera que haya tenido la posibilidad de experimentar lo que sucede en una, lo ha vivido. Además, nuestro cerebro no está preparado para la ausencia de ruido. Necesita del sonido para poder funcionar correctamente y, en caso contrario, empieza a quejarse provocándonos cierto malestar y desorientación, que acaba, en caso de continuar, por crear incluso desorientación en forma de alucinaciones más o menos intensas. Lo primero que hace nuestro cerebro cuando se ve privado de sonido es crear el suyo propio. Al principio mediante acúfenos. Después en forma incluso de dolor. Y es que el sonido es para el cerebro como la luz. Le disgusta de igual manera quedarse eternamente a oscuras, como en silencio. Está diseñado para analizar estímulos. Si no los tiene, de una manera u otra se los inventa.

Todos nosotros, en general, asociamos el silencio con la quietud, con la tranquilidad. Imagino que en entornos donde no sobresale ningún estímulo sonoro que necesite de ser “investigado” esto calma nuestra ansiedad y nos relaja. Nos dice que no hay de qué preocuparse. No hay peligro. Quizás por esta razón nuestro cerebro aplica a rajatabla la ley de Yerkes-Dodson, es decir, es capaz de establecer un rendimiento correcto en cuanto a la excitación fisiológica o mental cuando los niveles de excitación no son excesivamente altos. Nuestro cerebro tiene una gráfica de funcionamiento en forma de “U” invertida: demasiados estímulos o demasiado pocos, provocan un descenso del rendimiento. Un poco de ruido en nuestra vida nos ayuda a funcionar. Un poco de silencio, también. El intercambio silencio / ruido, seguramente, es la mejor combinación. El problema sobreviene cuando nos vemos obligados a vivir en un entorno excedido de ruido o de silencio. Entonces…, entonces nos sobrevienen todo tipo de problemas físicos, psíquicos y emocionales.

¿Qué nos ocurre cuando estamos estresados? Pues que tendemos a la automatización. Dejamos de prestar atención y nos fiamos a que todas esas rutinas que nos han ido conformando con el paso del tiempo se encarguen del “problema”. Es aquí donde dejamos de transitar una autopista, ancha e infinitamente recta, y pasamos a sumergirnos en infinitas curvas a cual más intrincada y peligrosa. Vivir en el exceso es lo que tiene. Todos lo sabemos porque vivimos en una sociedad extremadamente estresante. Desde que abrimos los ojos (incluso me atrevería a decir que también durante el sueño), nos vemos obligados a lidiar con tal cantidad de estímulos que a nuestro cerebro no le queda otra que desconectar. A veces para bien. Logramos relajarnos. Tomarnos una pausa y poder así tomar impulso para continuar con nuestro día a día. Otras, en cambio, para mal. Sensación de estar vacío, sin energía, sin pensamientos propios, sin interés, sin… Es lo que ocurre cuando nuestras emociones se ven erosionadas por el continuo sonar. Y es que incluso cuando nos queremos evadir, acabamos haciéndolo con ruido. Nos aislamos tras una barrera de música para no escuchar a todos aquellos que nos rodean y poder sobrellevar su continua presencia. Es decir, tendemos a volvernos insensibles. Necesitamos tanto nuestro espacio que acabamos culpando a los demás de su falta.

Le Van Quyen, Michel. Cerebro y silencio: Las claves de la creatividad y la serenidad. Editorial ‏Plataforma Actual. 2019.

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